La carta

in #spanish7 years ago (edited)

Nunca había entrado en un rastro de segunda mano, pero hacía más de un año que vivía del subsidio de desempleo, con el que, a duras penas, pagaba el alquiler e intentaba llegar a fin de mes como podía.
Un Expediente de Regulación de Empleo lo había puesto de patitas en la calle, después de veinte años de dejarse la piel en aquella casa de ratas, en el que se había convertido su empresa.
Al entrar se detuvo por unos instantes, mirando para un lado y para otro, buscando una razón para girar sobre sus talones y salir por donde había entrado. Pero la situación estaba jodida por todas partes. La crisis había gangrenado todos los sectores de la economía y amenazaba con dejar a mas de uno en la cuneta, pudriéndose con su vanidad y su gloria. No perdía nada por echarle un vistazo a las oportunidades que ofrecía aquel rastro que vendía, desde una cafetera de dos tazas hasta una cama de un matrimonio divorciado.
Fue directamente hasta la zona de la ropa, que era lo único que le interesaba. En una primera ojeada, no encontró nada que le gustara, hasta que vio un pequeño abrigo azul marino, tres cuartos, con el bolsillo izquierdo algo descocido. Se acercó, cogió la etiqueta y leyó que costaba cinco euros. Lo sacó de la percha y se lo probó mirándose en el espejo, comprobando que estaba totalmente forrado interiormente y que le venía de perlas para sobrellevar el frío invierno.
Se dirigió al dependiente y le comentó que se llevaba el abrigo, dándole los cinco euros que costaba.
Salió de la tienda en dirección a la parada de guaguas más cercana para volver a su casa. En la mitad del trayecto, notó un pequeño bulto en la parte izquierda del abrigo. Desabrochó los primeros botones, buscó en el bolsillo interior, sacó un sobre, lo abrió, extrajo el folio del interior y empezó a leer la carta:

«Estimado Gabriel:
Hace semanas que no sé nada de tí. Me imagino que la situación actual te ha superado, pero tanto tú como yo, somos los únicos responsables de lo que hoy estamos viviendo.
Samuel es simplemente un actor secundario que ha interpretado el papel que nosotros le hemos escrito. Él no es responsable de nuestro alejamiento y del deterioro absoluto de nuestra relación. Solo se ha metido en una cama que le han permitido entrar. Se lo hemos permitido, tú, con tu indiferencia y yo, por mi cansancio. Sí, mi cansancio. Porque estaba cansada de tu indolencia, de la ausencia de tus besos, de tus abrazos y de aquel estatus quo helado, cuyas estalactitas nos habían condenado al olvido.
Mataste nuestro amor. Es duro lo que digo, lo sé, pero lo mataste. Desconozco cuando fue el momento exacto de la primera puñalada, quizás fue la primera noche que dejamos de hacer el amor.
Nos convertimos en seres desconocidos, que vivíamos y compartíamos casa y comida, pero nada más.
Te preguntarás por qué me metí en la cama con tu mejor amigo. No lo sé, te juro que no lo sé. Simplemente ocurrió, porque tenía que ocurrir. Aquella tarde cuando nos encontraste en casa, no había nada planeado; no pienses mal ni de mí ni de Samuel. Él vino a buscarte para ir juntos a la oficina de empleo, pero ya te habías ido. No puedo explicarte lo inexplicable. No puedo.
Estoy convencida de que estas palabras caen en saco roto, porque tú ya has tomado una decisión.
Solo quiero decirte que fue bonito mientras duró. Muy bonito. Fui muy feliz junto a ti. Solo quería que lo supieses.
Para finalizar, me gustaría que un día, cuando todo esto se enfríe un poco, nos pudiéramos ver, porque tenemos algunas cosas materiales que resolver, ya sabes, la casa y los ahorrillos.
Que seas feliz y espero verte pronto.
Micaela.»

Guardó la carta en el sobre y lo metió en el bolsillo delantero de la pelliza. No pudo evitar pensar en su matrimonio, en su mujer Elisa, y en su hijo Mateo. A pesar de las dificultades, eran una familia feliz.
Volvió a sacar el sobre para ver si había alguna dirección. Quería devolver esa carta tan íntima a su legítimo propietario. Había tenido suerte, el lavado, al que había sido sometida la prenda, no había borrado del todo la dirección y la pudo leer sin mucha dificultad.
Miró su reloj. Tenía tiempo suficiente para buscar la dirección e ir al lugar donde vivía Gabriel. Lo primero que hizo, al bajarse de la guagua, fue preguntar al primer policía local que encontró por la calle. El agente le indicó que la calle en cuestión estaba en la barriada de Zárate. Después averiguó que tenía que utilizar dos líneas de autobús para llegar al barrio. Una vez allí, después de algunas indagaciones y algunas preguntas a los vecinos, conoció la ubicación exacta de la calle que estaba buscando. La recorrió de arriba a abajo, hasta que encontró el número del portal que indicaba el sobre. Buscó el piso y tocó en el portero automático. Esperó unos momentos. Como quiera que no obtenía respuesta, volvió a tocar, hasta que al otro lado del telefonillo se oyó la voz de mujer.
—¿Si? ¿Quién es?
—Pregunto por Gabriel Márquez
—¿Quién pregunta por él?
—A ver como me explico… Prefería subir para hablar con usted en persona.
—Pues suba, suba.
La puerta del portal se abrió después de un crujido metálico y eléctrico. Subió las escaleras de dos en dos hasta que llegó al tercer piso. Encontró en el rellano a una mujer demacrada, de pelo blanco, enjuta, con grandes ojeras y que no sobrepasada el metro sesenta.
—Bueno, usted dirá.
—Esta mañana compré este abrigo y me he encontrado esta carta que pertenece a Gabriel —le comentó enseñándosela.
—He reconocido el abrigo desde que lo vi. Era de mi hijo. Donamos todas sus pertenencias a una organización benéfica.
Esta carta es muy personal. No he podido evitar leerla —dijo disculpándose—, y me gustaría entregársela personalmente.
—No se preocupe. Pero creo que eso es imposible. Mi hijo ya no está entre nosotros. Se quitó la vida tirándose por el puente Silva hace más de cuatro meses —le informó conteniendo el llanto.
—Lo siento señora... No sabía...
—Tranquilo. Qué iba usted a saber. Nos cogió a todos por sorpresa. Era tan joven. Pero con la carta, haga usted lo que quiera.
—Entiendo. No la molesto más y perdone.
—No hay nada que perdonar. Le agradezco su preocupación —dijo empezando a cerrar la puerta.
Esperó a que la pequeña mujer desapareciera tras la puerta, para bajar cansinamente las escaleras, digiriendo la noticia del suicidio de aquel desconocido que había ocupado media mañana de su vida.

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