Laia y el lago de la vida (relato de fantasía) segunda parte

in #spanish7 years ago


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—¿Qué me hiciste, pequeña? —dijo Ajatar.
—¿Yo? Nada —dijo Laia—. Usted estuvo demasiado tiempo cerca de mí. Con esta gripa no se puede jugar. Pero señora Ajatar, creo que no debiera preocuparse, porque en algún lugar de este bosque está el lago.
Ajatar titubeó un momento. Sería la primera vez que mostraba preocupación ante un humano, y lo peor era que se trataba de una simple niña, débil y patética.
—¡Ja! ¡Pues claro que voy a usar las aguas del Lago de la Vida! —exclamó con fingida confianza, pero su voz amenazaba con quebrarse.
Laia cruzó las manos tras de sí y caminó de un lado a otro, con el ceño fruncido. La serpiente se le quedó mirando, como embobada, sorprendida del repentino cambio que había sufrido. Ahora era ella la que sentía miedo.
—Entonces —empezó a decir Laia—, debo suponer que usted no tiene la más remota idea de dónde está el lago, y como no me ha matado aún, entonces quiere decir que yo valgo algo para su persona. ¿Sabe lo que pienso? —Se detuvo para mirarla directamente a los ojos. Ajatar negó con la cabeza, todavía hipnotizada—. Pienso que debemos hacer un trato.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, yo qué sé. Usted es la que piensa que yo valgo algo, porque no me ha hecho nada, y se me queda viendo como una tonta.
—¡¿Crees que no te puedo matar ya?! —se enojó la serpiente. Luego estornudó sobre otro árbol.
—Vamos, admítalo, diga lo que le pasa. Se ve muy preocupada. Podría morir dentro de pocas horas, esta gripa es muy peligrosa.
—No sé de qué hablas, pequeña estúpida.
—A ver, ¿le doy una pista?
—Inténtalo —se regodeó Ajatar.
—El recuerdo que usted me mostró, ese que no le importa, me puso en duda con algo. Sabe, no puedo evitar ver los detalles, y me preguntaba qué quiso decir el dios ese con «sin profanarlo», cuando la estaba maldiciendo. ¿Usted, una persona tan mala, no tiene permitido beber del lago? Esa es mi pregunta, y, pensándolo bien, ¿por qué no habría de hacerlo en una situación como esta? Es decir, no creo que haya una pared invisible que se lo impida.
Los ojos de la serpiente no parpadeaban. Su lengua salía y entraba de su boca velozmente. Parecía que se había quedado sin palabras; sin embargo, unos momentos luego, tras soltar un resoplido, dijo:
—Parece que eres muy astuta, niña, no sé quién pudo enseñarte esas cosas. Pero esta vez sólo has tenido suerte de llevar ese virus contigo… Lo conozco, sus efectos y su antigüedad. Lo reconocí en cuanto empecé a sentirlo.
—Oh, sí, está bien toda la charla, pero creo que habla demasiado. Precisamente es por eso que le he ganado en su jueguito.
—Qué niña tan insolente… Bien, no puedo ver el lago, es invisible, se esconde entre los árboles, pero una persona normal como tú (si es que lo eres) sí, así que…
—Ambas podemos ayudarnos para llegar a él —completó Laia, sonriendo.
Ajatar miró con desagrado a la chiquilla. No podía creer que existiera semejante criaturilla, capaz de jugar con la mente de la madre de las serpientes. Y al fin y al cabo, ¿por qué diablos había soltado tanta información? En sus primeros años simplemente esperaba el anochecer para atacar a quienes se atrevían a entrar al bosque. Pero esta vez, por una extraña razón tuvo la curiosidad de hablar con la niña; algo en ella la había cautivado. Y en ese momento todavía sentía su efecto, como si una energía surgiera desde ese pequeño cuerpecito, cegándole los sentidos.
—Bien —dijo al fin—. Échate para atrás.
La enorme serpiente se apartó, abriendo la prisión que rodeaba a Laia. A continuación, se enroscó sobre sí misma a unos diez metros. La niña caminó hacia atrás, sin quitarle los ojos de encima, hasta que chocó con un tronco, donde se quedó recostada. Algo estaba a punto de pasar y no iba a perdérselo, aunque fuese verdaderamente malo, el último momento de su vida. Si moría en los próximos segundos, al menos sería en medio de una lucha por salvarlos a todos.
—¿Sabes por qué la gente me tiene tanto miedo? —preguntó la criatura una vez detuvo su constante arrastre, ahora en una posición que recordaba a un resorte totalmente comprimido.
—Pues por su monstruosa personalidad de asesina, supongo.
—Casi acertado. Pero es por algo más. Soy una criatura de doble transfiguración; ya viste la primera —empezó a moverse de nuevo, desenroscándose—; sin embargo, la segunda es la más temible.
Su cuerpo empezó a cambiar. Le surgieron enormes alas de murciélago, se acortó, se puso más robusta, y de la nada le nacieron cuatro patas con garras muy afiladas. Su cabeza se fue pareciendo cada vez más a la de un lagarto; el tono verdoso de sus escamas se volvió parecido al rojo de las hojas de los árboles. Y para terminar su transformación, escupió una bocanada de fuego sobre un arbusto, el cual se chamuscó, se puso negro al instante. Era un dragón, o una dragona. Daba lo mismo, ese ser no era en realidad una mujer, sólo lo aparentaba por su vida pasada. Ahora era quien custodiaba el lago, sin derecho a usar sus aguas. Sus ojos, que ahora tenían un tono amarillento, se fijaron en Laia con aire burlón, como diciendo: «¿Qué puede hacer una cosilla como tú contra mí?». Algo le decía a la niña que Ajatar sólo esperaría a beber el agua para matarla.
—Ahora, muéstrame la ubicación del lago, querida —dijo con una voz que parecía la de un hombre.
No fue difícil montar en el lomo de aquella bestia, ni tampoco mantenerse sobre ella al momento de emprender el vuelo, pues se pudo sostener de unos cuernos que salían de detrás de su cabezota, como orejas; incluso lo disfrutó cuando sintió el viento y vio las ramas apartarse por causa de ello, abriéndoles paso para elevarse con facilidad.
Hasta ahí todo iba bien, pero tomar la decisión de decirle dónde estaba el lago la sumió en un dilema importante. Y no era que le hubiera costado encontrarlo con la mirada, ya que apenas se alzaron unos metros divisó el brillo de sus aguas hacia el oeste, reflejo de la luna creciente de esa noche. El dilema estaba en que, si lo decía, moriría, y si no lo hacía, probablemente también moriría…, pero al menos se llevaría consigo a la cosa que la quería aniquilar. Debía hacer un sacrificio que tan siquiera valiera el esfuerzo. Quizá si se lanzaba desde esa altura, terminaría todo de una buena vez. De hecho, no había otra salida, así que tendría que hacerlo. No obstante, algo la detuvo. Vio un extraño foco brillante esmeralda viniendo del lago. Le recordó la historia del castillo mágico que visitó su madre. Debía ser una señal.
—¡Ve hacia tu derecha! —exclamó al fin. Ya estaba decidido, iría allí, pues su intuición se lo decía; hacía un momento ésta la había salvado, ¿por qué no lo haría de nuevo?
—Avísame cuando tenga que aterrizar, no veo más que árboles —dijo Ajatar con total claridad, sin esfuerzo.
—¡Ajá!
Se fueron acercando a las aguas cristalinas, tan transparentes y tranquilas. Laia, con el corazón saltándole en la cavidad torácica, fue haciendo indicaciones para que aterrizara en una de sus orillas, pues el dragón sólo divisaba árboles, muchos árboles. Justo en cuanto puso las patas en el suelo, ella se lanzó a las arenas, corrió todo lo que pudo hasta entrar chapoteando al lago, escuchando la exclamación «¡Espera!» a sus espaldas. Luego nadó, alejándose lentamente; sus cabellos se empaparon. Cuando se detuvo, cuando se sintió un poco segura, se sumergió por completo para beber. El hechizo la protegería de la mirada de Ajatar, pero había algo que ella aún no sabía.
La niña se había escapado. La bestia maldecía por lo bajo; estaba a punto de lanzar bocanadas de fuego por doquier, cuando ocurrió. Tras la perturbación de la serenidad de las aguas, el hechizo se rompió y Ajatar pudo ver con sus enormes ojos, sintiendo un escozor extraño, como si acabara de amanecer de golpe. Era el objeto de su maldición, un lugar buscado por muchos, a los que había devorado con tanta facilidad, un lugar más maldito que bendito, el Lago de la Vida.
Laia bebió varios sorbos de la más apetecible de las aguas de esas tierras. Sintió un repentino alivio de su enfermedad. La mucosidad desapareció de sus fosas nasales e incluso la que Ajatar le había echado encima; fue como si se hubieran fundido, como si se desintegraran. Allá a unos metros, en la orilla, estaba el dragón de escamas carmesí bebiendo como un camello; no parecía querer parar. De alguna forma había logrado meter sus narices allí, a pesar de no poder ver, o tal vez sí veía y ella no se había dado cuenta. Era extraño, no debía tener tantas ganas de saciarse, a menos que no pudiera resistirse a tan sabrosas aguas; no la culpaba… Era hora de escapar, no había tiempo para pensar en nada más. Para salir a tierra firme, dio un rodeo con tal de no acercarse a ella. Por fin empezó a caminar sobre las arenas de aquella playa. Ajatar seguía bebiendo.
—Qué extraño —se dijo sin poder dejar de mirar la escena.
Al instante, luego de pronunciar las palabras, el dragón pegó una sacudida; empezó a aletear para zafarse de algo que no la dejaba salir. La brisa producida obligó a Laia a cubrirse el rostro por la cantidad de arena que se elevó; su vestido, empapado en agua, volvió a ensuciarse. Se oyó un chapoteo, luego un rugido. Ajatar se había librado de lo que sea que la sujetaba. ¿Qué era? Lo averiguó en seguida, en cuanto pudo retirar su brazo de enfrente del rostro. Un par de manos hechas de agua sujetaron las alas de Ajatar y la obligaron a descender, entonces empezaron a arrastrarla. Un terrible final le esperaba. En uno de sus intentos, la bestia logró librar un ala. Volteó su mirada hacia donde estaba la niña, con los ojos desorbitados, y, abriendo sus fauces, se preparó para exhalar una gran llamarada. No había escapatoria. Laia trató de correr hacia un lado, pero sabía que de todas formas sería alcanzada, por lo que, tras haber dado unos pasos, se quedó paralizada. Allí venía el último aliento de su enemiga mortal; debía despedirse del mundo. El fuego surgió desde sus entrañas; salió como si fuera un chorro de lava ardiente.
Entonces se partió en dos. Así lo vio, no estaba delirando: el chorro se partió en dos en cuanto llegó cerca de ella. Una cosa se había atravesado, provocando la división, así de fácil. No era una cosa, más bien era alguien. Sólo veía su espalda, pero lo reconoció de todas formas, por su sombrero de paja, su túnica, y por su bastón mágico que ahora brillaba de un tono esmeralda; servía como una especie de escudo cortante. En cuanto se terminó la llamarada, el extranjero tomó el bastón brillante con ambas manos. Empezó a hacer alguna especie de movimiento de combate con él, girándolo, lanzando batacazos al aire. El último de estos golpes estaba dirigido hacia Ajatar, que no paraba de luchar contra las manos de agua, tratando de prepararse para lanzar otro ataque. Un rayo de extraña electricidad esmeralda surgió del extremo del bastón y dio de lleno en el hocico de la bestia, la cual fue despedida hacia la parte profunda del lago dando giros como un muñeco de trapo. Allí perdió la lucha contra las manos, aullando en vez de rugir. Quedó condenada a ahogarse, a perderse para siempre.
El chapoteo cesó al fin.
El muchacho del sombrero de paja se irguió, mientras su bastón volvía a tener una apariencia normal, y se giró para ver a la sorprendida Laia. Él sonreía; ella seguía paralizada.
—Lo has logrado, niña. Y has sido muy valiente —dijo el extranjero, acercándose.
Laia sacudió la cabeza; lo miró con los ojos muy abiertos. Observó su rostro y su bastón alternativamente, como si estuviera viendo a algún fantasma, sin prestarle atención a su comentario. Luego de un minuto, pudo decir algo.
—Eres ese extranjero; me hiciste la señal desde aquí con tu bastón. Y has vencido a la mujer serpiente. ¿Por qué no me ayudaste antes si podías con ella?
—Eh…, al menos agradéceme, je, je.
—Responde. ¿Quién eres? Ya no puedo confiar en nadie.
—No podía vencerla yo solo; con demasiada libertad, ella puede anular los poderes de mi bastón. Por eso esperé a que la trajeras aquí. Confiaba en que así sería, porque llevabas el virus y…
—¿Sabías de la gripa?
—Sí, de hecho, venía siguiendo la pista desde hacía unos meses. —Ya no sonreía. Se veía serio, con el entrecejo fruncido—. Últimamente alguien ha estado infectando los poblados cercanos con pestes; los árboles mueren, los animales se vuelven violentos. Mi grupo y yo, viajeros nómadas, decidimos actuar. Yo buscaba el Lago de la Vida para poder curarlo todo, pero a las criaturas mágicas no se les permite siquiera tocarlo; siempre terminan como Ajatar.
—¿Eres una criatura mágica?
—Sí, supongo. Mi nombre es Mauro, y vine a salvar a tu pueblo.
—¿Por qué no viniste con tu grupo? Así… no me hubieras obligado a entrar al bosque.
—Ay, niña, lo siento. Atender a tanta gente a la vez no es tan fácil. Ellos están ocupados manteniendo con vida a las personas de otros pequeños pueblos, que son igual de importantes que el tuyo. Llevamos más tiempo del que crees tratando de solucionar esto; en lo que escuché la historia del lago, vine con presura, dejando a mis amigos en verdaderos apuros, porque mi bastón es bastante útil.
—Oh, entiendo. Y… Uhm… ¿Quién está haciendo todo ese mal?
—Espera un momento —dijo Mauro antes de caminar hacia los árboles del bosque, dejándola sola por un par de minutos. Al volver, traía consigo una cubeta de madera—. Olvidaste traer una buena cubeta —dijo—. ¿Qué preguntabas?
—¿Quién está haciendo estos males?
—Se rumora que se trata de algún ser maligno que se hace llamar a sí mismo un dios. No sabemos su nombre… Bueno, no nos demoremos o tu familia va a morir. Usaré mi bastón; recoge agua mientras abro un portal.
Laia asintió. Tomó la cubeta y fue a llenarla mientras él empezaba a hacer movimientos con su bastón, el cual volvía a desprender aquel brillo esmeralda. Cuando regresó vio a Mauro parado frente a una abertura que daba a la calle donde se lo había encontrado por primera vez; era como una ventana circular que doblaba el espacio para saltarse un gran viaje. Respiró hondo, exhaló con lentitud. Mauro se dio la vuelta, dio unos pasos y la tomó por los hombros, con la misma expresión de seriedad.
—Con eso que llevas es suficiente; curarás a toda tu gente. Este portal se cerrará en breve, no es algo que pueda hacer cada vez que quiera. Una vez que te vayas, me reuniré con mi grupo para continuar con mi misión; usaré la ayuda de otras personas para sacar el agua. Posiblemente no nos volvamos a ver, ¿entiendes?
—Sí —confirmó ella y, con lágrimas en los ojos, sonriendo, agregó—: Gracias.
—No me lo agradezcas. Yo te agradezco a ti por arriesgar tu vida de esa forma. Ahora vete.
—Espera…, y ¿qué tal si existe una posibilidad de volvernos a ver? ¿Adónde irás luego que ayudes a esa gente?
—Debo encontrar a ese ser maligno, su camino de desastre parece apuntar a que va hacia las montañas rocosas —respondió él, mirándola con una expresión extraña, una que le recordaba a la gente que le halagaba en el pueblo, y al rostro de Ajatar cuando logró ganarle la jugada; era como si estuviera hipnotizado—. No pienses tanto en eso, tú puedes arreglártelas sola. Tienes un aura bastante… diferente al de cualquier persona que haya visto.
La niña se secó las lágrimas que le corrían por las mejillas y, luego que él se apartara de su camino, dio un pequeño brinco para entrar por la ventana, que era lo bastante grande como para que la atravesara un caballo. Ni siquiera miró atrás, ya que sabía que el portal estaba sellado. Lo único que quedaba era salvar al pueblo. Fue a su casa en primer lugar, la cual estaba a oscuras; la puerta principal seguía igual que como la vio por última vez. Caminó con todo el cuidado posible, sosteniendo con fuerza la cuerda de la cubeta para no derramar el agua sagrada. Siguió de largo, no entró al dormitorio de sus padres; su objetivo era una pequeña taza en la cocina. Allí olía a sopa dañada, pero era lo único que percibía, porque no veía nada. Sabía que lo primero que podía encontrarse era la mesa donde su madre solía colocar cestos repletos de frutas y alguna tacita con nueces. Esa era la que buscaba.
Tanteó con cuidado, luego de colocar la cubeta en el piso, y por poco tiró todas las nueces. Aunque eso era lo que deseaba, así que de todas formas lo hizo. Regresó por donde vino, con la cubeta y la taza, y entró al dormitorio. Debía apresurarse, pues quedaban otros por salvar. El calor se había disipado un poco dentro. Acercó la cubeta a la cama, al lado de su madre, quien seguía inconsciente. Llenó hasta la mitad la taza de porcelana. Entonces se preguntó cómo haría beber a la mujer; parecía que no le quedaba mucho, puesto que su respiración era débil. Realizó un esfuerzo; usando una mano, levantó la cabeza de la mujer, lo suficiente como para poder verter dentro de su boca un poco de agua. La hizo tragar; luego esperó.
Los minutos pasaron. Al ver que no funcionaba, rodeó la cama con desesperación para intentarlo con su padre. El cuarto siguió en silencio. Y transcurrieron los minutos; nada pasó. Laia se arrodilló, cayó hacia atrás, sentada; dejó la taza en el piso y se cubrió el rostro con las manos. El sonido ahogado de su llanto brotó a continuación.
No lo soportaba, tanto esfuerzo desperdiciado ¿Qué podía hacer ahora? No se le ocurría nada; quizá lanzaría toda el agua sobre ellos, pero así condenaría al resto del pueblo. Oh, ya no aguantaba, temblaba convulsivamente con cada exhalación.
—¿Laia? ¿Estás ahí? —se oyó una voz femenina, la voz de su madre.
La niña detuvo sus sollozos, apartó sus manos lentamente para observar en la penumbra. Veía que la mujer se había sentado en la cama y la miraba, aunque con tanta oscuridad no se le distinguía el rostro. Sin embargo, por su voz, se notaba sana.
—¿Por qué lloras? —preguntó su madre.
A su lado, su padre empezó a moverse entre las sábanas. Laia se sintió feliz. Se puso de pie y fue a su encuentro, todavía lagrimeando.

La historia de las hazañas de Laia fue conocida por todos al siguiente día. El pueblo entero armó un gran festejo en su honor, y el de sus padres, quienes más nunca serían llamados locos en los futuros tiempos, para toda la existencia. No se perdió una sola vida. Todos aquellos que alguna vez tuvieron un malestar sin ninguna relación con la gripa, de naturaleza incurable, terminaron gozando de buena salud, como si se despertaran de un mal sueño.
Una semana después, alguien que no sería sino visto como una simple leyenda, un ser misterioso que en cierta ocasión pasó por Hochrot para socorrer a la pequeña Laia, se dirigiría, junto a unos compañeros de viaje, a una arboleda antigua de las tierras inhabitadas, junto a un río que cruzaba la llanura cual línea dibujada por el lápiz de una mente todopoderosa, con la intención de unirse al resto del equipo. Iban dos aparte de él, vestidos con túnicas parecidas y sombreros de paja idénticos, que no eran arrastrados por el viento a causa de cierta fuerza invisible que sólo ellos conocían. Mauro llevaba su bastón de caoba, como siempre, y un morral de cuero colgado del hombro; la mirada fija en su objetivo, su expresión llena de determinación.
Tras llegar a la protectora sombra de la arboleda, formaron un círculo y se sentaron con las piernas entrecruzadas. Entonces esperaron. Mauro sacó seis frutas amarillas del bolso, repartiéndolas de manera equitativa. Sus compañeros eran más bajos que él, cada uno tenía características peculiares. Uno era de piel oscura, ojos verdosos y mostraba una extraña mancha grisácea que surcaba su mejilla izquierda. El otro tenía apariencia enfermiza y piel amarillenta; el iris de sus ojos era blanco.
—Mauro, he estado pensando que tal vez fuiste demasiado lejos con la niña —dijo el de la mancha en el rostro—. Pudimos haber usado el bastón entre tres, así no habrías hecho algo tan innecesario.
—Había que comprobar los rumores —replicó Mauro antes de morder la fruta.
—¿Y bien? ¿Qué conclusiones sacaste? Llevas demasiado tiempo sin hablar —intervino el otro—. Alguien como ella nos serviría de mucho.
Mauro tragó, luego suspiró. Volteó la vista al oeste y dijo:
—Esa pequeña podría mantener una conversación civilizada con cualquier bestia. Pero… Con este no nos podemos arriesgar.
Ninguno habló luego del tema, sólo comieron. Para ellos bastaba con esas pocas palabras. Ahora debían terminar el trabajo que se proponían, el único que se atreverían a realizar para el bien común y no en beneficio propio del grupo. Con tres horas de adelantado que le llevaban al resto de la comitiva, su única opción era quedarse allí. Al oeste, se divisaban las montañas rocosas, sobre las que se cernían nubes de tormenta, desprendiendo destellos de luz por los múltiples relámpagos, cual si se tratase de una señal de lo que les esperaba.

Fin

Sort:  

Excelente, aunque da pie a mas historia. Me ha gustado mucho!

Seguro escribiré algo. Lo he estado pensando :D

Que bien sería genial!

Excelente, aunque da pie a mas historia. Me ha gustado mucho!

Excelente, aunque da pie a mas historia. Me ha gustado mucho!

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