Laia y el lago de la vida (relato de fantasía) primera parte

in #spanish7 years ago


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Una sombra viajaba a través de las tierras del continente perdido, una sombra que se deslizaba sigilosamente sobre el suelo, casi como si flotara. Ascendía a la cima de un cerro escarpado, uno de entre los muchos que existían en las montañas rocosas. El viento frío sacudía su capa negra y su blanquecina cabellera. Por esas zonas no habían muchas plantas a excepción de algún que otro solitario árbol pequeño, los cuales quedarían pronto cubiertos por la nieve que empezaba a moverse de aquí para allá con furia. Era un paisaje hostil para cualquier ser vivo, a alturas aún sin calcular; no obstante, para él no representaba peligro. Desde la última vez que visitó aquel lugar, había pasado tanto tiempo que de seguro no existía ningún registro de la época.
Al llegar a la cima, se detuvo y volteó para observar el abismo. Era tan obscuro que no se veía nada, un espacio jamás visitado por seres humanos, pero no sería suficiente para detener al grupo que le perseguía. Eran criaturas insistentes, perseverantes. Les llevaba una semana de camino; aunque bien pudo haberlos perdido con facilidad, le parecía que debía darles su recompensa. No estaba de más establecer contacto con alguien de vez en cuando. Su mirada se posó sobre el horizonte, cubierto por una bruma mañanera. En esa dirección estaban sus cazadores, quizá detenidos en un solitario pueblo, prestando ayuda innecesaria. A sus espaldas, en cambio, se hallaba su preciado tesoro, el que le daría las respuestas que buscaba.
Se echó la capucha sobre la cabeza; la mantuvo sostenida con una mano por un borde. Luego sonrió, mostrando unos colmillos afilados. Sus lóbregos ojos, en contraste, eran inexpresivos, como si estuviese muerto.

Muchos kilómetros hacia el este, ocurría algo, una pequeña mente reflexionaba. Existían muchas niñas raras por allí, pero ésta en específico era mucho más especial, y se hallaba en un aprieto que exprimiría todo su potencial. Su nombre era Laia.
Hacía un calor insoportable en la habitación. Las cortinas tapaban las ventanas, la puerta de madera de doble hoja estaba cerrada. Todo con tal de que no entrara ningún viento que pudiera empeorar la situación. Los padres de Laia estaban en cama desde hacía dos días, ardiendo en el fuego de una fiebre que había seguido a la gripe más agresiva que pudo visitar al pueblo. A pesar de encontrarse bajo las mantas, con gruesos pijamas, ninguno de los dos sudaba. La cama matrimonial parecía despedir una especie de vapor que ascendía casi un metro antes de disiparse. La niña los miraba desde la butaca donde se hallaba sentada, usando su acostumbrado vestido rojo, el cual empapaba en sudor, un sudor exasperante, molesto. Estaba preocupada, pues la enfermera llevaba horas sin visitarlos.
Sólo tenía diez años, no sabía de la falsedad del cuento de la cigüeña, pero sí lo que era la muerte. Y en ese momento la percibía, la veía acercarse. Sintió una piquiña insoportable en la nariz, echó la cabeza hacia atrás y estornudó con fuerza. Volvió a hacerlo unas tres veces seguidas; entonces supo que también había agarrado el virus. Su nariz no dejó de producir mucosa; desde entonces tuvo que llevar un pañuelo en la mano. Lo tomó de la mesilla de noche que estaba al lado de la cama. Se acercó a su madre, de hermoso rostro, piel tersa, cabellos castaños, y la besó en la frente. Rodeó la cama, besó también la frente de su padre, un hombre de piel morena y cabello negro. Sintió cómo tiritaban. El calor le quemó los labios; ya incluso estaban inconscientes. Decidió salir a las calles a buscar ayuda.
Abrió la puerta del dormitorio y salió al pasillo principal, el cual conectaba todas las divisiones de la casa. Desde allí veía la puerta que daba a la calle, bañada por la luz del sol de la tarde. Estornudó de nuevo. Se limpió con el pañuelo, se lo guardó entre los pliegues de su cinturón y caminó hacia la salida.
El pueblo, de calles empolvadas, sin una sola piedra, estaba repleto de casas coloniales (si es que en ese lugar hubiera existido una época con esa denominación). Había tanto silencio como en un cementerio, ni siquiera las aves parecían querer estar allí. Laia no podía imaginar en qué momento habían abandonado la zona los pueblerinos.
—¡HOLAAA! —gritó, y su voz resonó por todos los rincones y callejones.
Nadie respondió.
Se dirigió hacia la casa de al lado, protegiéndose el rostro del sol con una mano. Su pálida piel era muy sensible. Esa era una de las razones por la que a muchas señoras de por allí les gustaba halagarla, consentirla, aparte de sus cabellos rojizos. Tras acercarse a una de las ventanas de la casa del vecino, metió las manos y apartó las cortinas para examinar el recinto. Recibió un fuerte golpe de aire caliente; tuvo que entornar los ojos antes de acostumbrarse. Entonces pudo ver al señor y la señora Strédel, recostados en camas separadas, igual de graves que sus padres. En el piso estaban sus dos pequeños hijos, tiritando, dormitando, envueltos en mantas. Y también estaba la enfermera, quien se había desmayado mientras les traía sopa en una cazuela. El líquido se había esparcido cerca de uno de los niños.
Allí estaba la respuesta que buscaba. Debía suponer que si se asomaba a todas las residencias, se encontraría con el mismo ambiente. Sin embargo, de todas formas lo hizo, y quedó un poco turbada. En realidad, estaba segura de que no existía quien hubiera visto semejante calvario de enfermos en aquella nación, al menos no en la última década.
El estómago le pedía algo que digerir en cuanto terminó de asomarse a las casas de la calle; era la hora de la merienda. La última ventana que abrió fue la de una vivienda un poco antigua, donde moraba una viuda muy malhumorada. Ésta se hallaba tirada en medio de la sala de estar, respirando con dificultad. Era el golpe definitivo a sus esperanzas; todos estaban enfermos. A pesar de que por la mañana incluso vio gente caminar por las calles, llevando sus carretas, conducidas por esos extraños caballos con cuernos que recién estaba de moda comprar.
La zona del pueblo donde se hallaba era la más cercana al peligroso Bosque Carmesí, el cual podía ver desde ahí. De hecho, esa era la única calle que desembocaba en el espacio de terreno que separaba el pueblo Hochrot de los frondosos árboles de hojas rojas. Las demás estaban cegadas con una pared de dos metros de altura. Mientras ella observaba el curioso baile de las hojas al son del viento, un sujeto surgió de entre los árboles, caminando hacia ella. De seguro era joven, aunque llevaba un bastón de madera de caoba, una extraña túnica gris, parecida a la de los monjes, y estaba tocado con un sombrero de paja. Sus pies calzaban unas sandalias de cuero negro muy peculiares. No era una vestimenta común en los muchachos, por lo que se veía cómico. Cuando estuvo más cerca, se hizo notable la sonrisa que mostraba, de lado a lado del rostro.
—Hola, chiquilla —dijo una vez se detuvo a un par de metros de la niña.
Notó que eran sólo apariencias lo de su sonrisa. Su boca parecía tener más dientes de lo normal, pero no era así.
—¿Chiquilla? —dijo Laia—. Soy casi de su tamaño, señor.
—Sigues siendo más pequeña que yo. —Aún sonreía—. Y veo que estás en problemas, por la cara de preocupación que llevas ahí.
—¿No lo sabe? El pueblo está enfermo.
—Soy un extranjero. Pertenezco a un grupo de viajeros. Nos dirigíamos a las montañas, pero me separé para buscar algo de agua y terminé aquí.
—¿De verdad? Nunca había visto a un viajero tan raro. Normalmente vienen vendedores… ¿Tienes algún artilugio mágico y extraño? ¿Ese bastón es especial?
—Ya, ya, mejor no preguntes tanto. ¿No se suponía que estabas enferma?
—¿Cómo lo sabes?
—Te estás moqueando.
—¡Oh!
Laia se sonrojó. Se limpió con el pañuelo. Tras devolverlo a su cinturón, dijo:
—Perdón. Es que estaba buscando ayuda porque mis padres están muriendo y, cuando me puse, encuentro que todos están en cama. No sé qué hacer.
Empezaban a llenársele los ojos de lágrimas, veía todo borroso. El extranjero se acercó, le puso la mano en la cabeza, como si de su hermanita se tratase. Seguía sonriendo, pero, un instante después, se puso serio y, apartando la mano, dijo:
—Me han dicho que en el bosque de allí atrás hay un lago de aguas mágicas. Dicen que curan lo que sea si tan sólo las bebes.
—¿De verdad? —dijo Laia, mirándolo a los ojos con alegría. Las lágrimas no llegaron a escapársele.
—Ajá. —Volvió a mostrar los dientes. Empezó a hacer ademanes para dramatizar lo que dijo a continuación—: Hace mucho tiempo, un rey acudió desesperado al dios más severo y cruel, pues se decía que también era el más poderoso. Prometió adorarlo si curaba a su esposa, quien padecía una enfermedad terrible. El dios, a pesar de ser tan malvado, apreciaba el amor verdadero, el mismo que vio en los ojos del rey, así que, utilizando sus poderes, bendijo las aguas del lago del Bosque Carmesí. Le dijo al rey que la sumergiera y la hiciera beber, y éste obedeció. Entonces el rey preparó una comitiva con sus mejores sirvientes y guardias, y fue allí; la cargó en sus brazos y caminó dentro del lago. Una vez realizado lo que le habían mandado, inmediatamente quedó sana. Y gracias a ese pacto, su reinado duró generaciones.
—Qué linda historia. ¿Es una leyenda?
—Se podría decir, pero en este lugar hay muchas leyendas que son verdaderas. Si sigues hacia el norte en línea recta, a través de los árboles, llegarás a esas aguas. Sólo necesitas darle un trago a cada enfermo y bastará.
—Muchas gracias, pero… ¿me podrías acompañar?
—No puedo. La criatura que vigila esas zonas ya me ha advertido que no vuelva por allí.
—¿La criatura?
—Sí, Ajatar, la mujer serpiente. ¿No sabes de ella?
—No. Mi familia nunca habla del bosque.
—Bueno, ya debes imaginarte por qué. Ajatar es un ser maligno, por así decirlo, pero si es tu primera vez en el bosque, puede que te perdone la vida. Trata de convencerla, o huye, una de dos. Por otro lado, están las otras bestias raras, que no son tan peligrosas.
—¿Tengo alguna oportunidad? —preguntó Laia, empezando a mostrarse temerosa.
—Sí. Tienes que correr; mientras sea de día, ellos no te molestarán.
—V… vale. Gracias por la información. ¿Queda muy lejos el lago?
—Justo en el centro del bosque, a unas pocas leguas.
—Bien, ya me voy.
Dicho esto, la niña hizo una reverencia, antes de empezar a trotar hacia el bosque. El joven le gritó algo que ella no oyó, aunque sonó como a «cubeta». Daba igual, pues, si era cierto lo que decía, entonces ya se le estaba haciendo tarde, porque los bosques siempre eran muy grandes, y si había un lago de aguas mágicas, de seguro no era fácil llegar a él. Aunque sentía cierto temor por la criatura, su voluntad lo superaba, junto con el recuerdo de sus padres ardiendo en la cama. No iba a rendirse; los salvaría a todos.
Los árboles del Bosque Carmesí eran de tallo ancho, hojas de tres puntas, de ápices acuminados, pecioladas, siempre rojas, inclusive cuando se secaban y caían. Laia se adentró entre ellos. Se sintió fresca, aunque no lo pudo disfrutar por causa de su gripe. Corrió lo mejor que pudo, saltando las enormes raíces que estaban en su paso, esquivando los posibles arañazos de los pocos arbustos rojizos que se cruzaban en su camino, y no miró atrás, siempre pensando en su objetivo. La vida no le había ofrecido reto semejante.
Más tarde, en cuanto recorrió una distancia considerable, tuvo que descansar, recostada del tronco de uno de los árboles. Diversos animales empezaron a observarla, animales acechantes, hambrientos, cuyos únicos intereses eran aprovecharse de los débiles. Ella no los sentía, no imaginaba que estaban cerca. Sólo pensaba en cosas, cualquier cosa que se le viniera a la mente. Recordaba a sus padres, antes de estar enfermos, ya hacía tres días. Ambos eran un par de «locos», o al menos eso le decían los niños del pueblo, quienes sólo repetían lo que sus parientes les comentaban. Pero eso no le importaba, porque para la niña, eran los mejores padres. Siempre estaban coleccionando libros raros y extraños artilugios con propiedades sobrenaturales; a veces se iban de viaje, dejándola con una amiga, y, en cuanto volvían, le traían algo maravilloso. Le contaban sus aventuras, prometiéndole que, en cuanto creciera, la llevarían con ellos… Era su mayor anhelo el poder conocer las grandes ciudades, las montañas rocosas, los árboles multicolores, las criaturas de doble transfiguración y, sobre todo, aquel castillo esmeralda que su madre mencionó una vez, que aparecía de vez en cuando en medio del mar del oeste; pocas personas habían podido verlo, pero casi ninguna entrar en él… Definitivamente eran los mejores padres; debía salvarlos.
Quince minutos luego, volvía a correr; empezaba a darse cuenta que los árboles ahora eran mucho más grandes, separados entre sí. Esto podía significar que se estaba acercando a su objetivo. No obstante, estaba convencida de que el muchacho había querido decir algo cuando le recomendó correr, que quizá el lago se hallaba muy lejos, que «en el centro» no era una indicación precisa. Trató de no parar, de no descansar mucho para ahorrar tiempo, pero a la final, tres horas después, tuvo que admitir que estaba perdida, más que perdida, desorientada por la debilidad que había seguido al hambre. No sabía hacia dónde era el sur, ni el norte. Con toda seguridad estuvo dando vueltas durante todo el rato. Oh, estaba confundida; aquello era más difícil de lo que se había imaginado. Y para colmo, su gripe había empeorado. Ahora debía limpiarse con más frecuencia; se hallaba ya demasiado cansada, no podía recuperarse bien respirando por la boca.
—¿Estás perdida? —dijo una voz femenina desde algún lugar.
—Eh…, no —respondió Laia, jadeando. Miraba a los lados, tratando de localizar el origen del sonido.
—Te veo muy preocupada. Así siempre hallo a la gente perdida —insistió la voz.
Posteriormente, la mujer salió de su escondite, uno de los árboles a su izquierda. Laia se giró con velocidad, aprensiva. Escudriñó la apariencia de la extraña: una especie de traje ajustado, hecho con las hojas de los árboles; su cabello parecía cambiar de color constantemente, por algún fenómeno óptico; estaba descalza y sus uñas, tanto de las manos como de los pies, eran largas, de color verde oscuro, con el excepcional brillo que tendrían las escamas de una serpiente, y por último estaba su rostro liso, perfecto, con aquellos ojos de iris oscuros, que denotaban astucia, de una piel muy blanca, como si nunca hubiera visto la luz del sol. No había dudas de quién era esta mujer. Laia palideció un poco, luego trató de calmarse. A simple vista, se veía delicada, femenina. Tal vez si le hablaba con confianza podría librarse de algo malo. Se irguió y, serenando el rostro, dijo:
—Ajatar. Es usted Ajatar, ¿no?
—Sí —dijo la mujer—. Supongo que ya mi fama ha llegado lejos.
—Es la mujer serpientes, me han dicho. Y no le gusta que visiten el bosque.
—Oh, ¿eso dicen? Pero qué malos son. Yo sólo estoy vagando por aquí porque tengo una maldición. —Ajatar parecía ofendida, aunque su actuación se veía muy falsa. Miró a la niña con curiosidad y agregó—: Y si dicen eso, ¿por qué viniste, querida?
—Ando en busca de algo que me sería muy útil.
—¿Qué cosa? ¿Y qué problema tienes que te obligó a venir?
Ajatar dio unos pasos adelante, sigilosamente; le sonrió con amabilidad. Las hojas superiores de los árboles se batían unas con otras debido al viento, provocando un suave susurro. Laia sentía algo de miedo, pero se mantenía inquebrantable. Tal vez no debió prestarle tanta atención al joven del sombrero de paja, así la aprensión ni siquiera existiría en ese momento.
—Mi familia está mal. Me han dicho que puedo hallar una cura al fondo del bosque, donde está un lago —respondió.
—¡Ah! El lago. Niña, te puedo ayudar si quieres. No tengas miedo, te veo muy tensa. Ya está cerca la noche, podrías resultar víctima de los bichos que hay por aquí.
La niña dio un paso atrás al ver que la expresión de Ajatar cambiaba. Parecía ansiosa por hacer algo. No había muchas esperanzas de salir del problema; el extranjero la había mandado a su perdición.
—¿Qué sucede? —preguntó Ajatar.
—Usted es una mujer mala.
—Ah, todavía piensas eso. —Se veía decepcionada; esta vez era una expresión real—. Tengo muchos años de antigüedad, y mi trabajo me ha dejado con una fama terrible. Pero te puedo mostrar.
—¿Qué cosa?
—Curiosamente, puedo mostrarle mis preciados recuerdos a las personas con sólo mirarlas.
—¿En serio?
—Sí, sólo quédate quieta y mírame a los ojos.
Laia no veía muchas alternativas de escape, así que obedeció, deseando que aquello fuera cierto, deseando que la mujer serpiente fuera, como decía, sólo alguien con una maldición. Sus ojos oscuros expresaban profundidad, una enorme profundidad; infinidad de años estaban guardados tras ellos, como si hubieran presenciado el principio de los tiempos. Poco a poco se fueron haciendo grandes, hasta tragarse el mundo que la rodeaba, y se encontró cayendo por un oscuro precipicio durante largo rato. Adonde sea que mirara no había nada, sólo impenetrable oscuridad. Entonces, bajo sus pies divisó algo, un puntito que se iba acrecentando. Era un círculo azul brillante, quizá lo que su padre una vez llamó planeta. Probablemente se trataba del mismo donde vivía con su familia, sólo que este era la versión de cientos de años en el pasado.
Se hizo gigantesco. Segundos luego estuvo cayendo entre nubes de tormenta. Su velocidad fue disminuyendo en cuanto pudo ver, debajo de sí el mismo pueblo que había abandonado horas atrás. Lo reconoció gracias al Bosque Carmesí, pues las casas eran diferentes, más pequeñas, hechas de arcilla y caña brava, aparte de ser menos. Sus pies se posaron en el barro que la lluvia torrencial no dejaba de alimentar. Las gotas no la mojaban pero las sentía cuando le atravesaban. Estaba mareada. Había poca luz debido a las nubes, aunque podía ser por la inminente noche. Giró la cabeza a los lados buscando señales de vida. Se encontró con dos jovencitos que corrían apresurados, pasando frente a las puertas de una edificación enorme de paredes blancas con una cruz en la parte superior de su gablete. La chica parecía de unos diecisiete años, con un rostro bronceado, tosco, de cabellos castaños; vestía una bata solamente, ya empapada, adherida a las curvas de su cuerpo. El chico era más joven, quizá de un año menos, de cabellos negros, largos hasta los hombros, de rostro igual de tosco y de vestimenta extraña, como un montón de cuero de algún animal, zurcido por el peor sastre.
Los siguió con la mirada. Se dirigían al bosque, eso era seguro. Las paredes que cegaban las calles no existían; se veían claramente los árboles, al parecer más antiguos de lo que creía, pues no había mucha diferencia con los del presente. Cuando los jóvenes ya estaban a unos cincuenta metros, empezó a correr para no perderlos, segura de que era lo que quería la mujer serpiente al mostrarle todo eso. Mientras los iba alcanzando, oyó voces tras de sí, murmullos que iban aumentando. Se iban convirtiendo en una multitud. Una vez vio cómo los chicos se adentraban entre los troncos, volteó un instante para observar lo que ocurría. Una multitud embravecida, con vestimentas igual de extrañas que la del muchacho, corría en pos de los fugados. La lengua que hablaban no era conocida para Laia, pero era fácil saber que lo que querían era capturar, atrapar, juzgar.
Laia corrió más aprisa. No sentía los efectos de la gripa, ni se cansaba; suponía una ventaja para su inagotable curiosidad. Se adentró en el bosque y en pocos minutos los alcanzó. Zigzagueaban para salvar las raíces y matorrales; en cambio, ella los podía seguir en línea recta, pues, al igual que el agua, todo lo que se le atravesaba la traspasaba como a un fantasma. La multitud dejó de oírse; se detuvieron a pocos metros de la linde. Ya en esos tiempos existían leyendas sobre ese lugar, supuso.
Luego de seguirlos un buen rato, la niña empezó a creer que aquello no terminaría nunca, que tendría que verlos escapar hasta que llegaran al otro lado. No obstante, los fugitivos se detuvieron al verse intercedidos por una figura encapuchada; su túnica parecía recién confeccionada, con telas que no existían en ese mundo. Laia observaba la escena desde detrás de los fugitivos, pero de todas formas se daba cuenta de que estaban asustados. La chica fugitiva dijo algo en su extraño idioma, con un tono que denotaba inseguridad.
—Están invadiendo territorio sagrado —dijo la figura.
—¿Qué quieres? ¿De qué hablas? —dijo el chico.
—Veo que conoces mi idioma, y con ese tono tan irrespetuoso. Mucho mejor.
—Qué importa. Dinos quién eres. Sólo queremos escapar de unos locos sin sentido común.
La chica fugitiva miraba alternativamente a los dos individuos, claramente sin entender nada. La figura se echó la capucha hacia atrás, dejó ver su rostro espantoso. Su piel tenía un color oscuro de putrefacción, aunque no apestaba, sus ojos eran completamente negros, sin límites entre iris, pupila o esclerótica alguna, y sus cabellos, blancos como la nieve, flotaban, se balanceaban cual si estuvieran sumergidos en agua. Los fugitivos dieron un paso atrás, temblando tanto por el frío como por el miedo.
—Me llaman Ajivani Preta —aseveró con una voz que parecía provenir de todas partes—. Dueño de todo lo que alguna vez han visto en esta tierra. Están adentrándose en el bosque donde se encuentran las aguas sagradas, bendecidas por mí. Eso supone un insulto a mi presencia.
—No… Disculpe, no lo sabía —farfulló el muchacho—. Se refiere a las aguas que salvaron a la reina, ¿no? Si nos deja marchar…
—Ya es tarde.
El ser se elevó, se deslizó hasta posarse a medio metro de ellos. La chica pegó un chillido, se tumbó hacia atrás; el chico se golpeó de espaldas contra un árbol. Laia pudo ver sus expresiones de terror al fin, tras posicionarse más al frente de ellos. La mano putrefacta del hombre surgió de entre los pliegues de su túnica y extendió los dedos, con la palma hacia el rostro del fugitivo.
—Tal vez hayan ofendido al dios de su pueblo, al fornicar en su templo, pero a mí eso no me interesa. Mis ojos no soportan las falsedades, y eso es lo que importa ahora. Si sólo fuera cierto lo que proclamaste a viva voz hace unos días, te dejaría marchar, sin embargo, me ofendes al entrar aquí defendiendo una idea que es sólo una ilusión. Te maldeciré, y a tu amiga también. Estarás obligado a custodiar un tesoro invaluable, y el único recuerdo que tendrás de toda tu vida, será este fracaso.
La mano se cerró con velocidad. El muchacho soltó un último grito antes de desaparecer en un parpadeo. La chica en el suelo empezó a llorar con desespero; se dispuso a levantarse para huir. Entonces Ajivani Preta la miró con el ceño fruncido y al instante quedó paralizada. Dio un par de pasos, se agachó a su lado, de manera que sus rostros quedaron a pocos centímetros de rozarse. Una sonrisa macabra se le dibujó antes de decir:
—Tú te quedarás aquí. Necesito que alguien custodie mis queridas aguas por unos años, sin profanarlas. Tal vez no me entiendas ahora, pero pronto lo harás, porque esto es lo único que rondará tu mente.
Laia estaba asustada, y sin embargo siguió observando, hasta que el ser maligno dijo la última palabra. Luego todo el bosque, el pueblo, el cielo, el mundo en el que estaba, se desvaneció en un torbellino de oscuridad. Al instante, estaba de nuevo frente a Ajatar, la mujer serpiente, en el mismo Bosque Carmesí donde todo ocurrió. La sensación de estar enferma volvió. Jadeaba con más fuerza.
—Imagino que no entendiste mucho —dijo Ajatar con extraña suavidad.
—Ehm…, la chica era usted.
—Sí.
—Y el muchacho…
—Era mi pareja, o algo así. Pero es lo único que recuerdo de antes de convertirme en esto. Era un amor prohibido, y por alguna razón ese dios afirmó que era una simple ilusión. No era su problema; sin embargo, cuando se está tan lleno de poder, haces lo que se te da la gana.
—Entonces el dios que bendijo las aguas, también la maldijo a usted.
—Exacto. Me tardé mucho en saber lo que significaban sus palabras, porque no hablaba esta lengua.
—¿Y cómo aprendió?
—Tengo mis métodos. No puedo salir del bosque, pero sí puedo hacer que otros me den información, de la misma forma en que te di mi recuerdo. ¿Me crees ahora?
—Bueno, tendré que creer que usted no es mala —se decidió Laia después de pensárselo un minuto, a lo que Ajatar respondió con una sonrisa radiante. La niña le devolvió el gesto—. Entonces, me ayudará, ¿no?
—Camina conmigo, querida —dijo ella, invitándola con un ademán. Laia acató—. Ya va a oscurecer y posiblemente los animales se pondrán furiosos y hambrientos; mejor que estés a mi lado cuando eso pase.
La mano de uñas largas se posó sobre el hombro de la niña mientras iban con lentitud en una nueva dirección. Cada vez estaba más oscuro, parecía que pronto no se vería nada más que lo que permitieran las pocas luces que se colaban entre las hojas de los árboles. Sin embargo, para Laia todo estaba casi resuelto. Había algunos detalles inquietantes, pero por ahora no parecían importar… Sintió una piquiña insoportable en la nariz y estornudó con fuerza, salpicando mucosa por todas partes. Ajatar retiró su mano. Por alguna razón se alejó en la oscuridad. Lo último que dijo antes de desaparecer fue una frase que asustó bastante a la niña: «Ya era hora».
Se escuchó un susurro, el sonido de algo enorme arrastrándose. Era gigantesca la serpiente que cerró un círculo con su propio cuerpo alrededor de Laia, y su cabeza, que era más grande que la niña, quedó flotando a unos metros sobre el suelo, sostenida por el enorme cuello. Tenía escamas verde oscuro y unos colmillos que sobresalían de su boca. Ajatar había estado esperando el momento justo para transformarse, para terminar con su trabajo; hacía tiempo que no comía un humano, por lo que estaba ansiosa. Sus ojos refulgían de excitación. La chiquilla jadeaba de nuevo, atrapada como una indefensa presa.
—Ya agarraste el virus, querida —dijo la serpiente con imponente voz—. Ya puedo comerte.
—N… no sé a qué se refiere —replicó Laia con temor.
—Parece que nadie te ha dicho que quien me mira a los ojos enferma. Es una de mis maldiciones. Aunque es raro que esta vez sea gripa, porque siempre se trataba de una fiebre atroz.
—Se equivoca, señora, yo ya estaba enferma cuando llegué aquí.
—¡No me digas «señora»! Ya te mostré lo que soy. —Ajatar estaba indignada. Se tardó un instante en recobrar la compostura. Luego soltó una carcajada y agregó—: Aunque ese recuerdo no significa nada para mí porque no sé quién era ese tonto…
Se vio interrumpida por algo…, algo que venía de dentro de sí. Echó la cabeza hacia atrás unos segundos y lanzó un estornudo tan fuerte que Laia salió despedida contra el suelo con el vestido empapado de flema. Siguieron tres estornudos más que atinaron a los árboles de alrededor, y entonces la serpiente se quedó desconcertada, respirando sólo por la boca puesto que sus fosas nasales estaban obstruidas. Miró con furia a la niña, acercó su cabeza a pocos centímetros de ella.
—¿Qué me hiciste, pequeña? —dijo.
Laia abrigó más confianza y se puso de pie. No se molestó en limpiarse pues era imposible con la cantidad de asquerosidad que tenía encima. Sonrió con inocencia; sentía que ya podía razonar con la bestia.

Continuará...

Sort:  

Me encanta este relato, de hecho hasta mas que el de hacia el horizonte, aunque ya se que estan relacionados jejejeje. Ahora mismo voy a leer la segunda parte!

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