La coraza indestructible (relato) primera parte

in #spanish7 years ago (edited)


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El señor Dugarte, durante una de sus caminatas nocturnas por la playa, encontró unos antiguos manuscritos entre las enormes rocas que siempre terminaba visitando. A sus cuarenta años no le quedaban ni vestigios de aquella curiosidad que tuvo cuando niño; sin embargo, el hallazgo le despertó todo eso en menos de un segundo. Al ver los viejos y desgastados pergaminos incrustados en una gran grieta, sus ojos se iluminaron. Entonces tomó la apariencia de un jovencito de diez años con envejecimiento prematuro. Trató, con el mayor cuidado posible, de sacarlos sin hacerles ningún daño, pero de todas formas se rajaron en varias partes. Aun así, no se sintió decaído, porque los había extraído.
En los meses que caminó por esos lares, desde que se mudara a su casa veraniega, nunca se fijó en aquella roca, pero estaba seguro de que no podía haber pasado por alto lo que acababa de hallar. Sólo le bastó acercarse unos metros y empezar a darse la vuelta con intención de volver, para percatarse del cambio en su perspectiva. Lo más probable era que alguien los hubiera colocado recientemente; no obstante, lo dudaba, porque los manuscritos estaban manchados con una especie de óxido que posiblemente adquirirían directamente de las rocas, y además olían a salitre. Quizá fueron traídos por la marea de hacía unos días, era lo que pensaba, pero en el fondo sabía que eso también era poco plausible.
En cualquier caso, estando en lo cierto o no, allí se encontraba, de pie bajo la luz de la luna, pisando las arenas de la playa con unas delgadas chancletas, luciendo un pijama de rayas amarillas y verdes, y sosteniendo unos papeles viejos (más bien antiguos) en la mano. Se sentía como un científico, como un arqueólogo en busca de la pista de un gran descubrimiento. Al revisar los valiosos pliegos se dio cuenta con cierta decepción que contenían grandes párrafos escritos en algún lenguaje que desconocía. Podía ser sánscrito, tailandés o serbio, y sin embargo no notaría la diferencia puesto que nunca había visto la escritura de dichos idiomas. Estaba tan mal informado de otros lenguajes que confundía el japonés con el mandarín. Pero eso no importaba, porque tenía algunos amigos que conocían esos temas.
Su situación actual era la soledad, pues acababa de terminar un largo, tortuoso divorcio, donde perdió gran parte de su fortuna además de sus dos hijos. Decidió alejarse de la ciudad para descansar de los dolores de cabeza que sufrió. El primer mes que pasó ahí se sintió de maravilla, pero a partir de entonces empezó a extrañar la compañía de sus mejores amigos, quienes tenían un nivel alto de paz interior que siempre le contagiaban. La paz que le prometió su madre que hallaría en el retiro, resultaba insípida en comparación con la que emanaban aquellos personajes.
En suma, eran tres, de apellidos algo curiosos: Ignacio Membrudo, un hombre de treinta y tantos, con extraños gustos hípster, en cuanto a vestimenta, que usaba gafas de montura rectangular pues tenía mala vista; Alonso Tocayo, quien era diestro con las computadoras y había logrado adquirir una prominente barriga por dejar de hacer actividades físicas, pero sobre todo por comer demasiado, y Franco Matamoros, el experto en lenguajes e idiomas (los otros dos sabían sólo lo necesario), quien poseía un montón de doctorados que lo convertían en una biblioteca andante; era un delgaducho individuo de aproximadamente su edad que casi siempre se vestía formal. Tres amigos que Nicolás Dugarte jamás imaginó conocer; tres personas diferentes que convivían perfectamente, y ello gracias a que tuvo la suerte de estar en el momento y lugar adecuados. Si su juicio no fallaba, él era el puente que los unía.
Mientras volvía a su casa, revisando los pliegues de pergamino, tratando de impedir que salieran volando, pensaba en ellos. Planeó llamarlos inmediatamente. De seguro alguno respondería, pues a veces se quedaban despiertos hasta tarde. La hora no pasaba de las nueve… Así, entre planear y caminar, examinó el último pergamino, que correspondía a un manuscrito diferente (todos eran diferentes, solo se asemejaban en que tenían firmas al final), donde encontró una frase en su idioma, seguida de un código compuesto por sólo el número uno y el cero, el cual le pareció conocido. Rezaba así:

La coraza indestructible. 01010100 01100101 00100000 01100101 01110011 01110000 01100101 01110010 01100001 00101100 00100000 01001110 01101001 01100011 01101111 01101100 11100001 01110011 00100000 01001100 01101111 01101110 01100111 01101111 01100010 01100001 01110010 01100100 01101001

Por un lado, se alegró de ver palabras en español, pues aceleraría la traducción de ese pergamino y por lo tanto su comprensión. Pero el montón de numeritos pareció prometerle una batalla grande. No recordaba la última vez que se enfrentó a algo difícil, quizá fue cuando intentó estudiar en la universidad ingeniería mecánica; no lo sabía. No obstante, aquello se le antojaba engorroso a pesar de que sólo veía dos cifras. Le empezaba a sonar una palabra para clasificar la combinación. Podía tratarse de un lenguaje, como el código morse pero con números. Código be... mi..., pensaba, tratando de rememorar. En realidad no tenía que hacer el esfuerzo, porque seguro sus amigos reconocerían cada simbología, palabra, número o combinación de números que les pusiera enfrente.
Habiendo llegado a casa, aproximó una butaca a la mesilla donde estaba el teléfono, en la sala de estar, y marcó el número del más importante (en términos de conocimientos sobre lenguas) de sus amigos. Se puso el aparato en la oreja, dejando que el tono sonara unas cinco veces antes de colgar; Franco siempre atendía rápido pues tenía teléfonos en toda su casa, y además su sueño era liviano. Si no respondía significaba que estaba ausente. Marcó el número de Alonso, con quien sí estableció conversación.
¬—Aló —dijo la voz de su amigo a través del auricular.
—Alonso, soy yo, Nicolás.
—Ah, hola. ¿Cómo te va por allá?
—Perfecto, no hay nada mejor que estar en una playa desolada.
Alonso se rio. Luego agregó:
—Creí que te gustaba. Cuando dijiste que te ibas a descansar de tu mujer, pensé que no volveríamos a saber de ti.
—Ex mujer —corrigió Nicolás—. Y no, no me gusta; sólo vine porque mi madre me lo recomendó cuando le dije que tenía mucha migraña.
—Oh, ahora todo cobra sentido —una pausa—. ¿Y qué me cuentas? ¿Qué hay de nuevo?
—No mucho; llamaba para pedirte un favor. ¿Tienes tiempo para un viaje?
—¿A qué te refieres? ¿Quieres que vaya a visitarte?
—Sí, pero en verdad querría que vinieran también Franco e Ignacio.
—¿En serio? ¿Por qué?
—¿Tienes tiempo o no?
—Eh... Sí. Podría ir mañana en la tarde. Pero dime, ¿de qué se trata?
—¿Sabes qué lenguaje es ese que usa sólo el uno y el cero?
—¿Te refieres al código binario?
—Sí... Bueno, no estoy seguro. Cuando vengas te enseñaré lo que tengo aquí.
—¿Tu ex te dejó amenazas de muerte? No es la primera vez que pasa.
—No, no es eso. Ya lo verás. Mientras tanto, llamaré a Ignacio. ¿Tienes idea de dónde pueda estar Franco? Porque no responde su teléfono.
—Está haciendo negocios. ¿Tienes su número de celular?
—No.
—Entonces yo lo llamaré.
—Bien, nos vemos mañana. Salúdame a Franco de mi parte.
—Sí, por supuesto, chao.
Se oyó el tono continuo que anunciaba que Alonso había colgado. Nicolás se quedó mirando el aparato un rato, escuchando las olas romper en la playa. Luego se fijó en los manuscritos, que reposaban sobre el sofá, a su derecha. Le pareció que alguna vez vio unos pergaminos así de desgastados en un museo; tal vez eran los Manuscritos del Mar Muerto, no estaba seguro. Normalmente era su mujer la que se interesaba en esas cosas de antigüedades. Lo intrigante de todo aquello era que habían usado esos números arábigos cuando debieron utilizar los romanos u algún otro, si de verdad la pinta que tenían correspondía a una vejez milenaria.
En fin, se dispuso a tomar de nuevo el teléfono cuando algo interrumpió el sonido de las olas. Pareció que un barco hubiera pasado por la playa, provocando ruidos fuertes al arrastrar el agua. Suponía que era de esos que andan sin motor o algo así, porque fue lo único que oyó. De lo que sí estaba seguro era que se trataba de uno grande. Aquello lo hizo enfadar, pues había sido muy claro cuando compró toda esa zona: no quería incursiones inesperadas. Salió al porche. Bajó los tres escalones que lo llevaban a las arenas, preparado para echar gritos por doquier. Pero no encontró nada a lo que gritar. La playa se hallaba vacía; no se veía ningún barco por ahí, a menos que se hubiese perdido en la oscuridad de la noche, cosa que dudaba. Tendría que ser una lancha muy veloz.
Caminó un poco más. Se detuvo cerca de la línea que separaba la arena húmeda de la seca, hasta donde llegaba el agua espumosa traída por las olas. La brisa sacudía su ropa con fuerza, tuvo que abrazarse para intentar calentarse. Y continuó observando la oscuridad, como si con pensarlo pudiera hacer aparecer un navío que le diera explicación a lo que acababa de escuchar. ¿Acaso existía embarcación alguna en capacidad para esfumarse sin generar ruido? Si se trataba de una fragata, permitiéndose tal fantasía, imaginaba que seguiría viendo sus velas alejarse. Jamás le había pasado nada raro en ese lugar. Una vez que transcurrieron como cinco minutos y ningún navío apareció, emprendió el retorno a su casa. Entonces ocurrió.
Por el rabillo del ojo percibió que el agua de la playa se movía con brusquedad, provocando un murmullo y salpicando metros de arena seca. Por fortuna no lo mojó a él, pero eso no le importaba. Hizo todo lo posible por ser rápido; aun así no logró ver la cosa. Pudo distinguir una elevación de agua que se alejaba, como cuando una ballena nada cerca de la superficie del mar, pero nada más. Se estremeció; ya no estaba emocionado sino asustado. Corrió de vuelta a su casita, cerró todas las puertas. Posteriormente, luego de tomar un hacha que reposaba en un rincón, se subió al sofá, esperando quizá que un bicho raro rompiera la puerta. Ahora la soledad no le causaba ninguna gracia.
Su respiración se empezó a calmar unos minutos después. Se dio cuenta de que todo aquello tenía una explicación. Quizá se trataba de una bestia marina, como las que tanto veían los pescadores nocturnos. Siempre había oído historias sobre eso, pero nunca las creyó. Ahora estaba seguro de que eran ciertas. Sí, ya conseguía estar tranquilo; la cosa no lo iba a visitar, porque su ambiente era el mar. Se dirigió al teléfono, dejando caer el hacha, y marcó el número de la casa de Ignacio Membrudo.

Para la tarde del siguiente día, casi a las tres, Alonso ya se hallaba en su casa. Esperaban a los otros dos en la sala de estar. Nicolás se sentaba en la butaca mirando cómo su amigo revisaba cada pergamino con detenimiento. Algunas de las rajaduras que se le habían hecho el día anterior se notaban más largas sin razón aparente. El hombre parecía muy concentrado, asentía con la cabeza, como si entendiera todo, a la vez que fruncía el ceño. Mientras tanto, la pierna izquierda de Nicolás daba nerviosos saltitos sobre el pie, como apremiando al personaje.
Cinco minutos después, una vez revisado el último manuscrito con su código binario y todo lo demás, Alonso alzó la mirada hacia Nicolás, con una expresión extraña que parecía augurar buenas y malas noticias a la vez. Nicolás se sintió sobrecogido. Casi dejó de respirar.
—Tal como te dije, es código binario, el que se usa para escribir palabras; está relacionado con el código ASCII —dijo Alonso—. No tienes que entenderlo del todo, pero sí te digo que lo puedo traducir.
—Bien, ¿y lo demás?
—No sé, habrá que esperar a Franco. Pero me da la impresión que aquí hay más de una lengua. Mejor dicho, hay más de una.
—Vaya. Entonces ¿qué dice el código?
—Tengo que consultar una fuente de información para traducirlo; hace tiempo que no lidio con algo así, casi he olvidado por completo el alfabeto binario. Puedo encontrar uno en la Internet.
A lo lejos se oyó el motor de un vehículo. Nicolás y Alonso supieron de inmediato que se trataba de la monstruosa camioneta todoterreno de Ignacio, quien había prometido pasar buscando a Franco, lo que les hizo suponer que él también venía en ese coche. Salieron a recibirlos. La parte delantera de la casa miraba hacia el mar; sin embargo, la fachada trasera era una réplica de esta (por lo que a veces la gente se confundía). En el segundo porche los esperaron. A unos treinta metros vieron acercarse al enorme monstruo, levantando nubes de polvo que inmediatamente eran arrastradas por la brisa. El vehículo estaba casi totalmente cubierto de barro seco, como si el tipo hubiera pasado una temporada en las Competencias 4x4. Una vez cerca de la casa (y bajo la sombra de un árbol de pocas hojas, de ramas resecas y separadas), Ignacio frenó repentinamente, patinando sobre la arena, levantando más polvo que antes. A continuación, se apearon al mismo tiempo, como en una película, y caminaron hacia el pórtico con seguridad.
Ignacio llevaba su acostumbrado suéter de mangas largas y pantalones entubados, además de las gafas con aumento. Franco, por su parte, no traía ropa formal, como había supuesto Nicolás, sino que lucía zapatos deportivos y pantalones de tela sutil, más una camiseta sin mangas; sus ojos se perdían tras unas gafas de sol. La brisa los golpeó con una ráfaga fuerte, interrumpiendo su andar acompasado; se cubrieron sus rostros. Apresuraron el paso para refugiarse.
—¡Uh! Qué brisa —exclamó Franco, quitándose las gafas para limpiarlas y guardárselas en un bolsillo—. Hace un buen día — agregó, refiriéndose al cielo despejado.
—¿Qué tal, muchachos? —saludó Ignacio. Luego les estrechó la mano a los dos, quienes respondieron con entusiasmo. Franco hizo lo mismo.
—Vamos adentro —invitó Nicolás.
Atravesaron el umbral de esa puerta trasera, que en un principio confundieron con la delantera. Pasaron por la cocina antes de dejar atrás las escaleras que subían a los dormitorios, y se detuvieron en la sala de estar. Franco fue el primero en tomar los manuscritos y hojearlos, sentado en el sofá, junto a los otros dos amigos de Nicolás. Este último se volvió a adueñar de la butaca de antes. Esta vez era posible que les fuera mejor, con aquel experto al mando. Ya se sentía la emoción en el aire, como algo contagioso, ya se podía advertir que en un futuro muy cercano se develaría el secreto guardado en esos extraños pergaminos.
Ignacio seguía con atención los movimientos de Franco, ladeando de vez en cuando la cabeza, como si tratara de escuchar algo. Siempre había tenido ese raro hábito. Alonso, por su parte, parecía estar ido, pensando en otra cosa que estuviera fuera de la casa, de la ciudad y hasta del país; era su expresión usual cuando trataba de resolver un problema sin anotar nada en papel. Ambos servían de soporte para Franco, eso ya se había demostrado antes, pero ahora la cosa estaba a punto de cambiar, pues se hallaban en el campo especial del sujeto. Franco les daba la vuelta a las páginas con una delicadeza desmedida, como si estuvieran a punto de romperse; observaba con lentitud, entornaba los párpados, fruncía el ceño. Así pasó casi veinte minutos, tiempo en el cual revisó dos veces cada manuscrito. Eran en total quince.
—Bueno, parece que me has dado bastante en que pensar —dijo al fin, una vez dejado los manuscritos en manos de Ignacio—. Estamos ante la mayor mezcla de lenguas que haya visto. Reconocí algunos, como el armenio clásico, el árabe, el bengalés, un poco de griego, otro poco de gujarati, hebreo, persa y... pues perdí la cuenta. Es raro, porque el árabe, el persa y el hebreo se escriben al contrario, de derecha a izquierda, y sin embargo lo escribieron, pero como si fuera frente a un espejo.
—¿Todos están en diferentes idiomas, dices? —inquirió Nicolás con asombro—. Nunca me imaginé algo así.
—Pues créelo. Pero no dije que todos los manuscritos. Sólo el último.
Ignacio dejó de revisar los pergaminos y miró a Franco con curiosidad. Alonso ya estaba en eso.
—¡Cómo! ¿Y los otros...? —farfulló Nicolás.
—Están en clave. Quien quiera que los haya escrito tuvo la paciencia de inventarse un montón de símbolos para sustituir algún alfabeto.
—¿En serio? ¿Cómo sabes que no es en realidad un dialecto inventado? —preguntó Alonso.
—Pues porque usa nuestros signos de puntuación, todos. Además, tiene un patrón parecido al español, o al inglés... Da igual. El punto es que no lo puedo traducir. Tendrá que hacerlo Alonso.
—¿Por qué yo?
—Eres el que sabe más de esas cosas de códigos.
—Sí, de computadoras, lenguajes de programación y códigos binarios; eso es todo.
—No importa, yo te ayudo. Lo importante es que tengas experiencia con códigos.
—Tiene razón —dijo Nicolás, a lo que Ignacio hizo un gesto de afirmación para apoyarlo.
—Está bien, lo haré —dijo de mala gana Alonso.
—Perfecto, ahora vamos a lo serio —manifestó Franco; se acomodó en el sofá y miró fijamente a Nicolás—. Escucha, cuando Ignacio me dijo que habías encontrado unos pergaminos llenos de párrafos en otro idioma, creí que alguien te estaba jugando una broma, o que se trataba de algo que el dueño anterior de la casa dejó. Sin embargo..., esto que me muestras tiene muchas inconsistencias temporales.
—¿A qué te refieres?
—Ustedes lo saben, esos manuscritos deben tener unos dos mil quinientos años, según puedo conjeturar; no obstante, si los tocas te das cuenta que en realidad son más resistentes de lo normal, así que podrían tener sólo cuatrocientos. Eso explicaría lo de los números arábigos, pero está toda esa mezcla de lenguajes antiguos y otros no tanto... Esto no parece un juego, creo que alguien quería enviar una especie de mensaje acerca de esa... Coraza Indestructible.
—Sí, hasta podríamos sacar provecho de esto —dijo Ignacio con entusiasmo.
—No exactamente —replicó Alonso—, pero al menos nos enteraremos de algo que nadie en el mundo sabe.
—Entonces… —dijo Nicolás, sin saber qué agregar.
—Manos a la obra —completó Franco.
Era la frase perfecta para entusiasmarlo. Franco mandó a Ignacio a que buscara su computadora portátil, una resma de papel y su memoria USB con Gigabytes de internet, que estaban en el coche. Poco después trabajaban en el último pergamino, el del código binario. Nicolás tuvo que buscar una mesita para colocar todo el material. Estaban planeando empezar por lo más sencillo. Para traducir los fragmentos en hebreo, persa y árabe, Franco escribió los mensajes de manera que estuvieran en el sentido correcto. Gastaron varias hojas y al final de la tarde, ya exhaustos, tomaron un receso para beberse unas cervezas, las cuales Nicolás guardaba en su nevera.
Mantuvieron silencio mientras se daban aquellos sorbos de cerveza fría. Lograron traducir el último manuscrito, junto con el código binario, y escribieron el resultado en una página que planeaban leer en voz alta luego. Sin embargo, con los mensajes en código, los mensajes cuya simbología era desconocida, no tuvieron tanta suerte, puesto que no se trataba ni del español ni del inglés el idioma a partir del cual estaban escritos. Las posibilidades escapaban de la imaginación, hasta podía tratarse del mismísimo latín; además de que aquellos símbolos estaban en letra corrida y algunos se confundían con dos, cuando en realidad era uno solo. La sugerencia que dio Franco fue que debían tomar todos los pergaminos y llevarlos a un laboratorio para ser estudiados, puesto que no iban a llegar a ninguna parte con una laptop y una memoria USB.
Varios minutos luego, una vez que el sol se ocultó y la oscuridad lo empezó a envolver todo, dándole paso a la luna y las estrellas, Franco dejó sobre la madera del piso una botella vacía antes de tomar la hoja con la traducción. Para resumirla un poco, pues los términos que se usaban en cada idioma eran muy diferentes, sustituyeron frases enteras con una sola palabra, por lo que terminaron escribiendo dos pequeños párrafos. Claro, eso no significaba que lo que había en el manuscrito no fuera corto.
Franco se levantó, carraspeando antes de empezar:

«El tiempo corre y las lunas pasan, el sol sigue ocultándose en occidente y las estrellas se mueven todas alrededor de una sola. Nadie sabe más que mi presencia ni conoce los siete reinos del todo. Los abismos ya no son un misterio, las seguidas parafernalias emprendidas por la humanidad resultan insignificantes delante de toda la majestuosidad de la creación. Pero ¿de qué puede servir el saber cuando no es posible desvelar la información? Las inmensidades de las aguas he sondeado y al crepúsculo de mi pesquisa no he conquistado nada.
Mi albergue final llevo habitando desde las primicias de las estaciones. Cada ciclo de la existencia afloro a las inmediaciones de mi prisión durante un sol, para esperar al sucesor, quien conserve las suficientes audacias para albergar mi dádiva. El don del saber. En la gruta, varios palmos después de la roca que siempre reconoces, la última sombra de la luna creciente.
La coraza indestructible. Te espera, Nicolás Longobardi»

Hubo un largo silencio. Ignacio pareció confundido, junto con Nicolás, quien nunca imaginó que su nombre estaría escrito en un antiguo pergamino. Pero podía tratarse de una coincidencia, puesto que el apellido no era el suyo; sin embargo, estaba ese pequeño detalle…
—Es otra persona, creo —dijo Alonso—. No tiene tu apellido —agregó, dirigiéndose a Nicolás.
—Cierto —coincidió Ignacio.
—Nadie ha dicho lo contrario —dijo Franco—. El tema aquí es saber cuál es su relación con los otros manuscritos, porque parece ser que esto no tendrá sentido a menos que descifremos los otros catorce.
—Entonces, ¿los llevamos a tu laboratorio? —quiso saber Ignacio.
—Por supuesto, aquí no vamos a lograr nada.
—Deberíamos mejor quedarnos esta noche e irnos mañana —sugirió Alonso.
—Nunca dije que nos íbamos hoy —dijo Franco—. Pasaremos la noche aquí para acompañar a Nicolás y mañana temprano saldremos en esa cosa que Ignacio llama auto.
—Bien, estaré listo —dijo Nicolás.
—No, tú no vienes. Tienes que esperarnos. No me dejan meter a más de dos personas en el laboratorio —dijo Franco—. Lo siento.
—Como sea —accedió él, luego de pensárselo un momento—. Salgamos a comer.
Ya había algo a su favor, fue lo que pensó. Si sus amigos se retiraban por unos días, podría verificar lo que creyó descifrar de la lectura. Si mal no recordaba, faltaban dos noches, contando esa, para que acabase la luna creciente, así que estaba a tiempo aún. Creyó ser el único en develar el mensaje, pero alguien más lo tenía en la mira, y por supuesto, su disposición era comunicárselo. Mientras salían de la casa, decididos a ir al restaurante más cercano, Franco lo retuvo en la cocina. Esperó a que los otros se alejaran en dirección al coche.
—Escucha —dijo casi en un susurro—, no creas que no entendí lo que quería decir eso que leí, yo mismo lo transcribí. Cambié algunas expresiones por una en español que le equivaliera y al final eso fue lo que resultó, una especie de acertijo; sin embargo, no es difícil comprender para alguien como yo…
—No entiendo qué…
—Silencio. Te voy a advertir algo: ni te atrevas a buscar la maldita cueva, ¿entiendes? He oído muchas historias de este lugar, sobre gente que desaparece, y también sé que cerca de aquí hay una cueva. Espera a que volvamos o voy a tener que reemplazar a alguno de los muchachos contigo, para que cuide la casa. ¿Quieres eso?
—Eh… No.
—¡Oigan! ¡Vengan pues! —llamó Ignacio desde su coche.
—¿Te vas a quedar aquí hasta que volvamos? —preguntó Franco.
—S… sí.
Su amigo le obligó a prometerlo antes de acudir al llamado de Ignacio. Fue una suerte para Nicolás el haber inventado una vez que no le gustaba la idea de que alguien cuidara su casa, fuera quien fuese. Aquello seguía favoreciéndole. Sin embargo, ¿estaría cometiendo un error al responder el llamado que le hacían? Nicolás Longobardi era el nombre escrito, y por supuesto que conocía ese apellido.
Por un problema que tuvieron sus progenitores, se había quedado con el apellido de su madre, y el de su padre se perdió en la nada… Más tarde, cuando estuviese intentando conciliar el sueño en su habitación, no dejaría de pensar en ello, en el misterio de los manuscritos.
Aunque esa noche se prometió a sí mismo no salir a hurtadillas de su cuarto para ir echar un vistazo a la cueva, de todas formas sintió que aquellos viejos pergaminos lo llamaban. Era extraño, como si alguien se metiera en su cabeza diciéndole repetidas veces que debía abandonar la cama e ir a la sala de estar. Incluso en contra de su voluntad sucedió. Se vio bajando las escaleras hacia la planta baja. Una vez allí distinguió a Ignacio durmiendo en el sofá con una gruesa manta y, muy cerca, la mesilla cubierta de papeles, más la laptop, junto a los manuscritos, que desprendían un curioso brillo. Parecían uno de esos amuletos de luces verde fosforescente que a veces veía en las tiendas de accesorios baratos, con la diferencia de que esta era una luz blanca. ¿Se trataba de un sueño o tal vez se encontraba frente a un verdadero evento sobrenatural? No interesaba, por la sencilla razón de que al siguiente día lo recapitularía con vaguedad… o no lo recordaría, pues aquellos pergaminos habían sido tocados por la sustancia del todo, el don del saber.

Continuará...

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