Una isla para siempre (séptima y última entrega)

in #spanish7 years ago

 Gentiles lectores, llegamos al final de este relato que, con sus altibajos, ha sido apoyado y votado por muchos compañeros de esta comunidad de Steemit. Agradecido y satisfecho, dejo, para quienes recién llegan a Una isla para siempre y estén interesados en leerlo desde el principio, los enlaces de las dos primeras entregas:  Primera entrega, segunda entrega.

Se me ha ocurrido, por los mundos del mundo, según la expresión de la Pepa, que esos mundos del mundo son como las capas de una cebolla, quizás hasta el infinito (¿cuál infinito?, ¿cómo puedo imaginar el infinito?). Me azora pensar en eso, el abdomen se me prensa y me mareo cuando me adentro en esa idea obsesiva y absurda. Pero de ser así, el mundo de mundos concéntricos, ¿en cuál de ellos estoy? Ha de ser en uno muy adentro y por eso la falta de estrellas, de luna, de cualquier cuerpo luminoso en lo que tal vez no es cielo, sino un techo inmenso y lejano. 

En todo caso, no es el mismo mundo de mis padres y Sonia, pero ¿cómo pude hablar con mi mamá y con Sonia, y también ver a mi papá? ¿Eran un sueño mío o yo estaba en un sueño de alguno de ellos? ¿O acaso pueden los diferentes mundos comunicarse en una realidad semejante a los sueños? Sé que parece descabellado, especulaciones de loco, de enfermo de tanto no saber dónde estoy ni qué hago aquí, en este mundo de la isla, de La Herradura, de toda esta gente tan extraña, de gente como salida de un entresueño. 

Detrás de las conjeturas y las preguntas surgen recuerdos nítidos, como un cuerpo muy blanco saliendo de un lodazal en una mañana soleada, rompiendo la dura costra del olvido… mi papá tomándome de la mano, yo apenas sobrepasaba sus rodillas, frente al mar, mirando el mar en silencio, sintiendo esa inmensidad y toda palabra sobraba… mi mamá entregándome un guante de beisbol como regalo de cumpleaños y una pequeña mariposa danzaba alrededor de nosotros…el alzado condiscípulo en primer año de bachillerato que me robó mi desayuno y luego lo perseguí y lo alcancé y lo golpeé hasta el cansancio… el primer beso con Sonia, en una discoteca, y mis manos ansiosas acariciando sus piernas… la noche que me decidí a enfrentar a los acechantes seres de la noche y los reté y no aparecieron y por fin pude vencer el miedo y no temerles más… un cristofué agonizando entre mis manos… mi amigo Guillermo y yo jugando a ser héroes inmortales en el patio de su casa… el gato que amaba al que otro gato mató en una pelea por una gata…  

Hubiese seguido ese fluir apresurado y nítido de la memoria, envolviéndome en la nostalgia y en el estupor por la vida transcurrida que ya es nada, ese fluir turbador como un funesto presentimiento; hubiese seguido ese fluir hasta quedar exprimido en los linderos de la conciencia anulada, de no haber huido hacia la banalidad y las inconstancias del casino y tomé de ese aguardiente cristalino y raro hasta no saber de mí.                 

Tal vez hablé con Sonia, excusándome por mi comportamiento con la Pepa. Sólo sé que abrí los ojos abrazado con la gorda Nubia y, si mal no recuerdo o sólo lo supongo, ella aplacó lo que la Pepa había alborotado. Si así fue, a ella no le importó. 

Cuando abrí los ojos, estaba mirándome con el mismo cariño y la misma lujuria y ternura de antes. Nada en ella dejaba entrever ni sospechar reproche o resentimiento. 

-Defresne se fue y anda sin ton ni son por la isla, deambulando, en harapos y diciendo más disparates que nunca. Y muchos aquí creen que tú tienes que ver con eso, porque así anda después de que tú y él estuvieron conversando en la barra del casino. ¿Qué le dijiste?, ¿de qué le hablaste? 

-¿Yo? Nada. Fue él quien habló como siempre. ¿Y qué puedo decirle yo a un hombre tan entendido como él? ¿Qué pude haberle dicho si ni siquiera sé nada de mi permanencia aquí? Sigo siendo como un recién llegado. 

-Eso le he dicho a todos, pero no me creen porque soy tu mujer. 

-Prefiero no perder el tiempo en eso, aunque lamento mucho lo de Defresne. Total, aquí las explicaciones están de más o no las hay. 

Nos levantamos y bajamos al patio central: otra vez la claridad crepuscular estaba tendida sobre la isla. La gorda Nubia me llevó de la mano hasta la enorme reja que separa La Herradura del temible vacío del acantilado, del voladero de los ruines. Tuve la impresión de que algunas isletas habían cambiado de forma y ubicación; las aguas del lago eran de un azul claro en algunos puntos y podía verse parte de la vegetación subacuática. 

-No tienes nada que buscar más allá de esta reja. No pienses más en atreverte a esa locura. Tu sitio es aquí, aunque no sea a mi lado- me dijo con voz sentimental y los ojos aguados-. De donde soy… mejor dicho, de donde era, dejé tres hijos pequeños; tres hijos de tres padres diferentes. Si cuando estaba allá me juzgaban por eso y por trabajar de mesonera en un bar de borrachos mujeriegos, impertinentes y babosos, qué no dirán de mí ahora porque no puedo, ni quiero, volver. Cierto que me aprovechaba de esos hombres, sacándoles dinero y regalos a cambio de mis favores… tú sabes. No me lo has preguntado, pero me sale decírtelo- hizo un gesto como si se sacara algo del pecho-. Estoy mejor aquí, aunque no me lo creas, y si es a tu lado, mucho mejor. 

Aunque presentí la cercanía de algo definitivo, no quise decirle nada; menos preguntarle cómo sabía de mis momentáneas intenciones de marcharme a alguna de esas isletas. Se sacudió para recuperar su talante jovial y dijo en tono de formalidad inusual en ella: 

-No debería hacerlo, pero lo voy a hacer. Te llevaré por un sendero del lado este de La Herradura y te llevaré a un sitio en el cual sólo te separará del voladero las ganas de tirarte al vacío. 

Salimos por el portal de La Herradura, perseguidos por las miradas burlonas de las Morales. Una de ellas, la mayor, imitó el contoneo de la gorda Nubia y Tarenco, que sostenía con una cadena de gruesos eslabones a un perro malhumorado y de pelambre parduzca e hirsuta, muy cerca de las hermanas socarronas, rió a carcajadas chocantes como su presencia. A pocos metros hacia el este nos adentramos en un matorral muy alto, áspero y urticante; la gorda Nubia, que llevaba puesto un vistoso vestido de flores fucsias y amarillas, muy corto, con la espalda y los brazos descubiertos y un escote bastante abierto, no parecía sufrir con el monte que debíamos ir apartando; en cambio yo tuve que bajarme las mangas de la camisa hasta cubrir mis manos, y en ese momento caí en cuenta de que llevaba puesta una camisa de seda, verde botella, que me regaló Sonia cuando cumplimos el primer año de estar juntos; yo daba por perdida esa camisa que ahora lucía de poco uso y olía a recién lavada. Apenas podíamos ver donde pisábamos, pero la gorda Nubia avanzaba como si conociera el camino de memoria y a su resuelta seguridad me confié. Cuando comenzaba a resignarme a una caminata prolongada, llegamos a una media luna de tierra apisonada donde cinco hombres y cuatro mujeres malolientes y de aspecto miserable estaban echados en el suelo en diferentes posturas a su antojo. 

-No los tomes en cuenta. Ni siquiera los mires y menos les hables. No son de los ruines, aunque lo parezcan, pero son de temer si tú les temes. Si sientes miedo, te lo huelen y se aprovechan de eso. 

Ella me condujo hasta el cuerno izquierdo de la media luna y nos detuvimos a unos tres metros del borde del voladero: desde allí podía verse hacia la máxima lejanía del este la más absoluta oscuridad, pero si mirábamos al frente veíamos la frontera entre la claridad crepuscular y esa oscuridad antecedida de unos cerros de un rojo primitivo apagándose, como si la tierra los estuviera pariendo; lo único que cortaba el silencio, a ratos, eran unos gritos lejanos como de quien busca a alguien perdido. La gorda Nubia me tomó por la cintura y me pidió que la rodeara con mi brazo por el cuello y dijo: 

-Este será nuestro mundo para siempre. De nada vale que reniegues de todo esto. Aquí estaremos y ya no importan ni la felicidad ni la tristeza ni el dolor ni la rabia. Aquí estamos y aquí estaremos, aunque no quieras, porque ya no depende de nosotros. 

Calló y me besó en la mejilla y lloró en mi hombro con sollozos sentidos y discretos. Yo sentí un miedo que me nació en los pies y se adueñó de mi cuerpo y de mis pensamientos; un miedo a no sé qué, como si supiera de la inminencia de un cataclismo o a no respirar más nunca; un miedo que me erizó la piel y se paseaba de los ojos a la garganta y me latigueaba como un aguacero venteado y me recorría las piernas y el abdomen con piedras de filosas aristas. Y ambos lloramos de miedo y de resignación, y también de amor por habernos encontrado y ser tan desiguales, pero coincidentes en este lugar del mundo, de este mundo de los mundos. 

Estábamos en el cuerno izquierdo de esa media luna, ante esa inmensidad incomprensible, ante la rareza del mundo o de este mundo de los mundos como nunca antes pude o quise ver. No había más nada que hacer. Y lo que, en mi caso, había sido un detalle nimio se hizo la más terminante revelación: supe entonces por qué al salir de mi casa aquella madrugada, para no volver, los espejos estaban cubiertos con telas oscuras.  


Imagen 1

 Imagen 2  



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