Viaje a Santa Cruz de Wuinpumuin:

in #spanish7 years ago

Hola Steemianos! Hoy tengo el inmenso placer de compartir con todos ustedes mi novela: Viaje a Santa Cruz de Wuinpumuin. Cada semana iré liberando al menos dos capítulos, por lo que espero recibir sus valiosas críticas y comentarios para seguir compartiendo con ustedes ésta y muchas más historias.

PRESENTACIÓN

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Santa Cruz de Wuinpumuin es una novela de ficción que tiene como escenario la península de la Guajira y el lago de Maracaibo. Maskay es su personaje principal. Animado por un ideal impuesto como penitencia por unos espíritus ancestrales, emprende un largo viaje a caballo desde la remota Aipiapá hasta la población de San Carlos de donde deberá partir en una velera y darle una vuelta completa al lago durante un mes. El periplo será guiado por el curso de la luna, según el mensaje decodificado por los poderes de Kousat; una médium o piache quien tendrá a su cargo la protección espiritual del protagonista. Maskay tendrá como compañero de viaje al Caimán; un experimentado y pendenciero pescador quien tiene como pasatiempo: la poesía, la música y la lectura de temas literarios. Con él, sorteará las más peligrosas pruebas y las aventuras más electrizantes que conducirá al lector por los rincones del reservorio de agua dulce más grande de Suramérica amenazado hoy por la contaminación ambiental. El lector también podrá conocer a lo largo de veintinueve capítulos parte de una fuerza telúrica, mágica, que constituye la presencia de la milenaria tradición wayuu.

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I

Miró todos los estantes de libros antes de llegar al mostrador.
–Buenos días, señorita. Quizás sea usted la dama que me atendió ayer por teléfono. Aquella voz, no podía venir sino de una mujer muy hermosa. Soy la persona quien le solicitó el título de historia: el discontinuado. ¿Lo recuerda?– dijo el comprador en tono galante.
–Por supuesto, capitán. Para su satisfacción, ya lo tenemos.
La vendedora de rasgos adolescentes asoció al uniformado con la llamada telefónica del día anterior, y exhibiendo una sonrisa de protocolo se dirigió a otra sección de la librería a fin de buscar el preciado texto de historia, sin olvidar en la marcha los halagos del cliente.
Buscó en una pequeña columnas de libros e identificó sin problemas el extraño texto de cubiertas abigarradas. Sonrió con su hallazgo y en esa misma actitud se dirigió presurosa al solicitante:
–Aquí lo tiene, capitán –dijo, extendiendo su mano para entregarlo y mostrando la misma sonrisa–. Disculpe por el tiempo que le hice perder.
El cliente no la escuchó: examinó la carátula y la contraportada con una extraña fascinación que dejó boquiabierta a la vendedora. Todavía sin salir de su éxtasis abanicó las hojas con el pulgar derecho como señal de aprobación.
–Al fin lo tengo en mis manos, señorita.
Canceló el libro y agradeció a la chica por las atenciones dispensadas, después salió de la librería complacido y henchido de felicidad.
La gerente se acercó para mirar el trayecto del hombre delgado, de mediana estatura y traje oscuro que se alejaba por uno de los pasillos del Terminal aéreo sin quitarle la vista a la misteriosa publicación.
–¡Qué personaje tan agradable!
–Es el capitán que solicitó ayer, aquel título antiguo. Usted misma hizo la gestión ante nuestros proveedores –dijo la muchacha, compartiendo la apreciación de su jefa.
–¿Por qué tienes la certeza de que sea un capitán, acaso te dio su tarjeta?–dijo la gerente con sarcasmo.
–Por los cuatro galones bordados en las mangas de su chaqueta –dijo la vendedora, muy segura.
–¡Claro! Gracias a la colaboración de nuestros proveedores, podemos complacer las exigencias más singulares de los usuarios –reafirmó la gerente con una mueca de resignación.

II

Maskay despierta sobre su caballo en medio de la sabana. Presa del pánico, se aferra con ambas manos al cuerno de la silla y mantiene el equilibrio en esa inusual cabalgata rumbo a Cojoro. Es mediodía, los rayos del sol incendian sin piedad el camino polvoriento y dejan tras de sí una estela luminosa difícil de sortear. Maskay suspira encandilado, sin soltar sus manos sudadas del lucido cuerno de madera. Por un momento creyó que caía sin remedio por un precipicio.
Después de superar el sobresalto pestañeó unos segundos y volvió a encontrarse con el largo camino tomado en la madrugada desde Aipiapá. Es entonces cuando recuerda el propósito del viaje.
En el horizonte lejano e inalterable aparecieron los espejismos con la arrogancia de no ser rebasados ni siquiera por un caballo que ostentaba el particular nombre de Viento. Más adelante, Maskay divisó entre dos bosques de cujíes la imagen borrosa de una aldea. Apuró el paso del caballo y entre los centelleos del camino observó cuán frondosos eran los ramajes. Esa bondad del paisaje le infundió cierta confianza, y prosiguió su cabalgata a punto de desfallecer, dejando el control del sendero al también agónico caballo.
Al cabo de unos minutos bajó de su montura y con la misma prisa lo llevó por las riendas a las sombras de los cujíes, que se tornaban en ese instante como una bendición para confortarlo. El animal sudaba a borbotón. No había llegado al círculo de la sombra, cuando el fiel Joutai, agobiado por efectos del terrible calor se desplomaba con todo el equipaje al suelo. Maskay, irritado por ese inesperado percance, trató de arrastrarlo hacia los metros que lo separaban de la arboleda, pero no lo consiguió: el animal pesaba demasiado. De repente, como impulsado por un aliento sobrenatural, el caballo se levantó: dio un paso torpe y volvió a caer, resoplando ya, dentro del círculo de la sombra.
Tras observar el increíble milagro, Maskay sintió un fuerte mareo; dobló sus rodillas descarnadas y se acostó de espaldas sobre la arena esperando a que la crisis pasara. No sintió las punzadas de las ramas y rastrojos secos incrustados en el suelo. Sin embargo, en medio de su extenuación y condoliéndose de su montura, comentó en silencio:
“Pobre, Joutai. Ojalá se recupere en la sombra.”
En la senda arenosa por donde acababa de llegar estaban las huellas de las personas que lo habían precedido: era como si hubiera pasado una procesión. Después de levantarse sacudió a sombrerazos las partículas de arena y hojas que aún tenía adheridas al cuerpo. Así mismo sondeó con un vistazo su equipaje y se percató de que la kásha (tambora) estaba todavía a un lado de la silla de montar. Tenía una mancha ovalada producida por la secreción del caballo. “Qué alivio. No fue triturada”, pensó.
Un muchacho delgado y de ojos vivaces observaba desde un bohío la aparatosa llegada del extraño sin que este lo notara. Reconoció la atípica indumentaria que llevaba, luego hizo un barrido visual menos relevante al equipaje tirado a un lado del caballo abatido y salió a su encuentro dando pequeños saltos sobre la arena abrasada. Para cerciorarse de que no era una invención de los espejismos lo abordó en la marcha con un grito:
–¿Eres Maskay?
–¡Sí, soy yo! –dijo el aludido, agitando su sombrero en el aire a modo de saludo. Pero una vez que tuvo a pocos pasos del anfitrión, agregó:
–Supongo que aquí vive Kasala…
–Así es. Por lo visto es la primera vez que vienes a Cojoro –dijo el muchacho de ojos vivaces al examinar de cerca el rostro desencajado de Maskay. Después hizo lo mismo con la postura menguada del caballo en el suelo.
–Sí. Es la primera vez, amigo –dijo Maskay, abanicando su sombrero de moriche para refrescarse.
–Adelante, solo esperamos por ti –dijo el muchacho, mostrándole el abrasado camino por donde acababa de llegar.
Más atrás otro adolescente se encargaba del caballo: lo reanimó con varias raciones de água que dispensaba de un valde con una tapara, luego lo llevó a una especie de corral en la que abrevaban otros caballos. Dos perros negros y de largas orejas salieron a ladrar, pero Maskay en vez de asustarse; chasqueó sus dedos en señal de saludo. Los caninos captaron el mensaje; movieron sus rabos como si lo conocieran desde siempre. El joven de la casa condujo a Maskay por una cadena de bohíos construídos de barro y techados a la misma altura con palma. Otros no tenían paredes y facilitaban las colgaduras de chinchorros en los cuales se concentraba la mayoría de los recién llegados. Ese pequeño y acogedor lugar era propiedad de Kasala; un rico septuagenário que se aprestaba a celebrar el nacimiento de su hijo número cincuenta, sin reparar en gastos, tiempo e invitados
–Esta vez tendremos aqui al mejor tamborero del momento. Ha tocado en todas las reuniones de la Alta Guajira y ahora… tocará para nosotros. Ya lo verán.
Así se jactaba Kasala ante un grupo de contertulios que libaba aguardiente a través de un cantinero ambulante. El cantinero se servía primero su trago y luego continuaba la ronda como un ritual hasta hacer escurrir la ultima gota del frasco.
Kasala era robusto y bajito. Vestía una camisa blanca con mangas recogidas al nível de los codos y pantalones de tonalidad gris, que moldeaban el grosor de sus piernas arqueadas y macizas. Era un hombre introvertido y cordial, pero cuando parrandeaba perdia sus inhibiciones y adoptaba modales muy toscos que no correspondian con las de un anciano de su edad.
Cuando el entusiasta cantinero se disponía a repetir la ronda, seguido por las ávidas miradas de los bebedores, fue sorprendido por un brusco manotazo del anfitrión, quien logro arrebatarle la botella y en un acto de inusitada ansiedad, consumió el equivalente a diez tragos sin mover ni un músculo de su cara. Después de un largo suspiro y consciente del esfuerzo que había experimentado, lanzó la botella al suelo, trazando en el recorrido una perfecta línea de polvo.
El cantinero seguia aturdido, esperando el retorno de la botella, cuando el joven de la casa anunciaba emocionado la llegada de Maskay.
–Les presento al músico que animará hoy la fiesta.
Todos voltearon de manera acompasada para saludar al visitante. Otros intercambiaron murmuraciones mientras Kasala trataba de levantarse desde su chinchorro de vistosos colores adonde acababa de pasar su primera borrachera.
–Bienvenido, ¿supongo que eres el ayudante de Maskay?
Pero el guia, jubiloso por la presencia del músico, se adelantó:
–Él, es Maskay.
–¡Si apenas eres un muchacho! ¿Qué edad, tienes? –dijo Kasala cerrando un ojo, para aguzar con el otro los rasgos del artista.
–Quince –respondió Maskay, presa de la confusión.
Kasala se encogió de hombros por la respuesta, y sus ojos, pequeños y extraviados, reflejaban evidentes signos de la segunda borrachera.
–¿Quince? Si acabas de nacer. Siempre imaginé a Maskay un poco mayor. Malainsai me aseguró que tenías más o menos mi edad, por eso yo estaba preparado para recibir a otro compañero de parranda. Me lo dijo con tanta seriedad... Ya no se puede confiar ni en las palabras de los viejos...
Maskay sonrió en médio de su cansancio y al fijarse en los confusos gestos de Kasala, dijo con su pensamiento: “A menos que tenga un tocayo por aqui”.
Kasala después de captar el agotamiento en el rostro desaliñado de su invitado, abrió el chinchorro de amplios flecos y lo ofrecio con amabilidad.
–Ponte cómodo. Estás en tu casa, hijo. Pronto te darás un baño reparador y entonces podrás relajarte de los estragos del viaje. Cenaremos carne asada, de ovejo tierno, hasta cansarnos.
Kasala volvió a renovar su carga etílica y se fue tastabillando a un bohío colindante para darles instrucciones a otras de sus mujeres. Luego con el mismo interés se dirigió a saludar a nuevos visitantes que acababan de llegar con víveres y un bullicioso cargamento de chivos. Más allá, un grupo de mujeres sudorosas se arremolinaba en torno a los fogones para hacerle seguimiento a las hileras de carne que chasqueaban bajo el ardor de los carbones. Cubrían sus cabellos con pañoletas de diferentes colores y sus rostros estaban pigmentados con una sustancia oscura conocida como paipái (obtenida de la grasa de carnero y polvo de hongos) para protegerse de los rayos solares y las radiaciones del fuego.
El sueño venció a Maskay en el chinchorro. Ni siquiera pudo quitarse sus sandalias forradas de polvo. Quedó sonriente, con los brazos abiertos y las piernas acopladas como si se aprestara a dar un salto desde la cumbre del mundo. Fue un sueño tan pesado, que ni la algarabía de los borrachos pudo despertarlo.
Su tia Minerva había preparado una vianda para que él pudiera desayunar y de esa manera paliar los efectos del largo viaje, pero la fatiga producida por el calor le impidió degustarla. Nunca pensó que la Guajira fuera tan extendida hacia el sur a pesar de venir montado en el mejor caballo de su tío: un bayo muy rápido llamado Joutai.
La ropa conocida como sheei se había secado en su humanidad, recobrando en poco tiempo la elegancia de siempre. Era una manta larga de color caqui. Las puntas delanteras se recogían entre las piernas y los pliegues sobrantes quedaban reforzados a nível de la cintura por medio de un fajín hilado a mano llamado Sirrá. El músico también calzaba sandalias de piel rustica; desteñidas por la polvareda del camino.
Maskay pasaba la mayor parte de su tiempo cuidando chivos, como cualquier muchacho en la árida sabana de Aipiapá. En esas duras tareas tocaba la sawawa (flauta elaborada de una caña acuática llamada carrizo) de manera prodigiosa sin contar con maestro alguno. También aprendió a ejecutar la kásha después de que un vecino –cliente de su tío Merruouchi– se viera obligado a entregar una para compensar una antigua deuda. De ese modo comenzó a tocar el instrumento y a promocionarse como músico por cuanto rincón de Aipiapá merodeaba.
El redoblar de la tambora se volvió en el mejor recurso para convocar a los vecinos que aún desconocían los preparativos de la fiesta organizada por Kasala y tendría siete días de duración. Era una práctica arraigada en la cultura wayuu desde tempos remotos, de modo que todo aquel que oyere en la distancia ese particular llamado de cuero, se daba por invitado a la festividad.
Desde el amanecer habían sacrificado decenas de reses, chivos y carneros para atender a centenares de familiares que habían llegado la vispera procedentes de distintos rincones de la Guajira. Entre los visitantes no fue difícil reconocer la figura de otros músicos que venían preparados con sus aparejos para alternar en la maratónica velada. Maskay los saludó conforme iban llegando. Después los llevó por separado a un bohío solitário y ensayaron los repiques necesários que certificarían un dominio en ese instrumento de percusión.
Mientras el músico se alistaba el grupo de bailarines se iba congregando de manera circular sobre una barrida y aplanada alfombra de arena. Al fin apareció. Llevaba la tambora terciada desde su hombro derecho rumbo al círculo en el que ocuparia su puesto para ejecutar el primer repique. Todos lo miraron. Pero él solo se limito a dar el impostergable grito de apertura:
–¡A bailar!
El hombre iniciaba el evento bailando de espaldas y haciendo gestos desafiantes para jactarse de su virilidad ante el grupo de mujeres concentradas alrededor del círculo. La primera bailarina en acosarlo era una veinteañera que llevaba sus mejillas pintadas con figuras de color escarlata. Ejecutaba elegantes movimientos que cambiaban de sentido según la pauta impuesta por el escurridizo parejo. Como vírgenes danzantes se incorporaban otras, usando mantas multicolores y portando sobre sus cabelleras exóticas capuchas que se inflaban de aire tras el ritmo de sus atropellados pasos. El polvo levantado por la férrea persecución señalaba el empuje de la mujer wayuu en su afán de quebrar por medio de una zancadilla los engreídos amagos del astuto bailador.
Era casi medianoche cuando un narrador desconocido daba término a su función. Los últimos dos oyentes del auditório a cielo abierto comentaban entretenidos sin percatarse de que en los bohíos cercanos no quedaban espacios para colgar más chinchorros. Al margen de eso, la noche era flexible para otorgar otros privilégios, como permitir en la placidez de su majestad, una estampida de desacoplados ronquidos.
La sabana empezó a rugir, precedida de una tormenta de arena, que obligó a los rezagados a buscar refugio en el ropaje de los cujiés, cuyas ramas facilitaban también las colgaduras.

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