Brisa gélida que se filtra por los poros, meciendo los marchitos tulipanes que yacen en el jardín abandonado. Truenos escandalosos y relámpagos cegadores acompañados de grandes gotas de lluvia que mojan y estremecen, hojas secas que crujen al ser pisadas y el irritante cantar de algún que otro grillo escondido. Observo la fachada vieja y ralentizo el paso, el estruendoso ruido de mis tacones al pisar la acera hace notoria mi presencia. No sé en dónde estoy, ni siquiera sé el por qué me he despertado sin recordar nada.

Los brazos me pican debido al pasto que antes les rozaba y mi garganta seca pide agua. Mi corto vestido negro se adhiere a mi cuerpo fácilmente, la lluvia me ha cubierto entera sin miedo alguno. El olor a tierra mojada me embarga y, a lo lejos, se escucha el chirriar de la vieja puerta de la fachada abandonada. Me estremezco, no recuerdo una noche tan fría como esta, tan solitaria y escalofriante.

El lugar es aún más digno de sentir pavor, el pasto seco, los altos árboles que se visten de verde adornados con el rocío de las gotas de lluvia, los frondosos ramajes ya marchitos y la carencia de jardines vivos. Mirar la vieja casa produce esgrima, nervios, sientes una soga al cuello irritante que te asfixia, te estremece. Camino con paso más decidido, consciente que voy en la dirección contraria a la que debería, mi camino es hacia atrás, no hacia la casa vieja que está a punto de caer, sin embargo, me dirijo hasta el lugar prohibido ¿Debería regresar? Demasiado tarde, no hay tiempo para un movimiento repentino.

Mis pies hacen crujir los escalones podridos de madera y, con cada escalón, me acerco más a la puerta, a esa misma que me ha dado jaqueca desde el primer momento, suena una y otra vez al compás de la brisa. Freno y agudizo mi oído en busca de algo extraño que pueda causarme aún más peligro, un relámpago ilumina al cielo y a su vez la ventana medio abierta de madera, las cortinas rojas están desgarradas y finos hilos cuelgan de la misma. Me descalzo los tacones dejándolos a un lado, camino en puntillas hasta la puertecilla y me asomo levemente, ráfagas de viento me erizan la piel mientras abro sigilosamente, todo está oscuro, pero al menos la claridad de la luna llena ilumina un poco pequeños espacios. Muebles cubiertos de sábanas blancas, mesillas de madera y telarañas por cada sitio que se mirase, la viva imagen de una casa abandonada, de esas que algún día fueron hermosas, llena de vida, con preciosos tulipanes amarillos y el césped fresco que da vida al jardín, con el sol de media tarde y el humito del café que asciende por la chimenea. Esto es lo que queda luego de tanta vida, tantos recuerdos que hoy no son más que telarañas.

Me acerco hasta la ventana del fondo, aun ahí dentro el frío es atroz, los cristales rotos permiten la entrada de grandes oleadas de aire frío al lugar, llueve a cántaros y los truenos son cada vez más frecuentes y sonoros, sigo sin recordar nada, sin saber el cómo y cuándo he llegado hasta ahí. Observo la luna llena, brillante, llamativa y tan viva, una sonrisa se dibuja en mi rostro que se esfuma tan rápido como un pestañeo cuando llegan las lágrimas, la cabeza comienza a darme vueltas y lloro debido a la confusión y el miedo que me embargan, que me asfixian y no me dejan recordar con claridad.

-Bonita vista. –escucho decir una voz masculina.

Volteo de inmediato, en busca de la persona que ha hablado hace unos escasos segundos. Mi pulso se acelera y una gota de sudor frío desciende por mi frente, camino torpemente mientras observo muy despacio cada rincón. Ahí está, justo al lado de la otra ventana, un relámpago le ha iluminado el rostro dejándome atónita por tal lucidez. Me paro en seco, observándolo mientras siento que los pulmones se me trancan, vuelvo a repasar el lugar con la mirada y meneo la cabeza con los ojos cerrados, ningún espacio, ni siquiera uno muy mínimo da indicio de que alguien pudiera vivir allí.

- ¿Asustada? –susurra en mi nuca.

Me estremezco y siento como la piel se me eriza ¿Cómo ha llegado tan rápido detrás de mí sin haberle escuchado? Ni siquiera lo he presentido, supongo que sus pasos son tan suaves como el susurrar que brota de entre sus dientes. Mi pecho sube y baja rápidamente, me falta el oxígeno suficiente para poder respirar en calma. Sus manos se posan sobre mis hombros, su tacto es frío, casi helado y cierro los ojos. Siento que sonríe mientras absorbe mi aroma, lo sé por el airecito frío que se desliza por mi cuello congelándome las entrañas. Al abrir mis ojos solté un leve suspiro, parecía como si su presencia hubiese entenebrecido el lugar. Los cristales de las ventanas lucían empañados y tan solo podía divisar pequeños espacios iluminados por la luna.

-Tú aroma es exquisito. –suelta suspirando.

Me volteo lentamente y veo la comisura de sus labios curvearse rápidamente, otro relámpago aparece y esta vez me permite apreciar el rojo fuego de sus ojos, el corazón me da un vuelvo ¡Un maníaco con lentillas me tiene retenida en una casa abandonada! Comienzo a retroceder torpemente, sin perder de vista sus ojos y cada uno de sus movimientos, él me observa, con la misma sonrisa de segundos atrás mientras abre y cierra sus puños ágilmente. Por un momento me mareo y siento la habitación dar vueltas, caigo sobre la pequeña mesa de vidrio y solo se escucha el crujir de cristales rotos al caer. Observo mis brazos arañados, una vez más mi pecho sube y baja rápidamente, por mis piernas se deslizan finas líneas de sangre en abundancia y es entonces donde reúno las fuerzas suficientes para levantarme, pensando en quitarme de una vez por todas los trozos de cristal incrustados en mi piel. Una vez de pie me miro nuevamente haciendo una queja de dolor hasta que siento que se acerca a mí, en esta ocasión de forma rápida, desesperada, con una velocidad sorprendente. No me da tiempo a reaccionar, no me da tiempo de correr ni de tan siquiera llorar, ya era demasiado tarde. Ya sus colmillos habían penetrado en mi cuello y estaba perdida, porque no era un maníaco con lentillas, era un vampiro sediento de sangre que yo alimentaría aquella noche fría y solitaria.