Se cubrió el rostro con una mano cuando el brillo del sol le impidió seguir apreciando el vuelo de aquel avión. ¿De dónde viene? ¿A dónde va? ¿Qué dejaron atrás las personas que están en él?

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Esas preguntas se apilaban en su cabeza de forma involuntaria cada vez que escuchaba el rugido de unos motores atravesando el cielo.

Se había vuelto adicta a los aviones. Para ella, eran objetos interesantes y misteriosos; como las puertas dimensionales, que eran capaces de transportarte a otro universo, o como los vórtices de energía, que cambiaban tu plano vital haciéndote parte de un mundo nuevo.

Antes de subir a uno de ellos estaba siendo abrigada por el calor de un país donde había habitado por cuatro décadas. Donde el rasgueo de un cuatro y el golpeteo de unas maracas le hacían erizar la piel, y el aroma de un café recién colado y el de unas arepas bien calientitas y rellenas con mucho queso despertaban a su estómago cada mañana, con una efectividad mayor al de una alarma digital.

En aquel lugar las voces eran tan familiares que le era imposible sonreír. Sus labios siempre estuvieron curvados, apareciendo a su alrededor sus primeras arruguitas. Quiso llevar consigo todos esos sabores y melodías, pero pesaban toneladas y ocupaban mucho espacio. Estaban cargados de tantos rostros queridos y de momentos felices que con ellos, le era imposible cerrar su maleta. Por eso, tuvo que dejarlos.

Al subir al avión los despidió con una última mirada y ocultó el nudo en su corazón con un semblante animado. Tarareó en su memoria la alegre tonada del «Alma llanera» mientras el «ave emprendía el vuelo». Allí, actuó la magia.

Al abrirse las puertas se había alejado más de cinco mil kilómetros de distancia de su casa. No podía hacer regresar sus pasos, sino continuar adelante. Salió al encuentro de un viento frío de invierno, uno que helaba cada gota de su sangre caribeña. El tricolor de su cielo fue cambiado por un celeste brillante que la envolvió en un abrazo estrecho y querido, y la recibió con gozo, brindándole su amistad.

Un bandoneón hizo sonar un melancólico tango y le llenó la cabeza de ritmos ajenos y de emociones fuertes, que se fusionaron con las risas y con las historias de aquella tierra que vibraba con una pujanza capaz de intimidarla. Los sabores se transformaron, lo dulce se hizo más intenso y lo salado había perdido su agudeza. Las palabras y las formas habían cambiado, incluso, la temperatura del agua.

Salir a la calle, era una novedad, había tanto que le parecía un derroche. Las noches siempre estaban iluminadas y los días llenos de tantas posibilidades que durante semanas se sintió abrumada.

Fue difícil asumir una rutina, todos querían saber de ella, del mundo que había dejado y de las lágrimas que había derramado frente a cada inconveniente. De la sangre derramada por los suyos y de las frustraciones vencidas. Hablar fue su tarea inicial, hasta que todo se supo y su lengua se secó.

Inició una nueva vida, con horarios diferentes y costumbres alquiladas, escondiendo en la intimidad algunos pequeños rituales que la mantenían atada a esas primeras cuatro décadas de su existencia.

Mirar el paso de los aviones por encima de su refugio era el hábito que le impedía olvidar su misión. No era la única que había tomado aquel boleto de ida, a unas calles de distancia había encontrado a un vecino de su pasado y unos metros más allá, familias enteras hacían latir sus corazones como el retumbar de unos tambores en la noche de San Juan.

No estaba sola, era parte de una misma tragedia. Que transformaba la desdicha en hermosos colores haciendo llegar arcoíris de esperanzas a su tierra amada.

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