Concurso Cervantes: 3ª Entrega

Fuente

Un día conocí la vida eterna. No, no comí del fruto del árbol de la vida, como Dios me había prescrito, ni probé el del conocimiento, como hicieran Adán y Eva. El fruto inculpado no me atraía lo suficiente y obedecer la voluntad divina contradecía la mía. Conocer el bien y el mal era para mí una pérdida de tiempo y — lo que es más importante — de vida; y gozar de la inmortalidad de la mano de un dios que no había visto violaba mis principios. Yo soñaba con la libertad, con la sublimación del yo, con el empoderamiento del individuo. No quería rendirle pleitesía a nadie, y mucho menos a una criatura que se creía superior a mí. Era dueño de mí mismo y quería afirmar mi independencia en el Edén.

Con paso firme empecé a caminar por los dominios del Paraíso. Era un pensil idílico que reunía todo tipo de árboles exóticos y flores pintorescas. No sabía a dónde me dirigía, pero sabía que aquel no era mi lugar, así que tomé una vereda que subía por la falda de un monte; monte que Dios me había prohibido visitar. A la entrada flanqueaban el camino dos columnas jónicas sobre las que se erigía un frontispicio de mármol travertino; en él había inscrito Ars longa, vita brevis. Conforme ascendía empecé a encontrarme con una gran variedad de artistas. Al primero que vi fue al compositor austriaco Franz Schubert. Asombrado, le pregunté qué hacía allí, y me respondió lo siguiente: «mi vida terrenal fue miserable; mi estómago pedía comida, mi vejiga se llenaba enseguida, mi piel envejecía sin remedio; no podía hacer nada para detener el tiempo, lo único que me salvaba de mi ruin existencia era la música» y siguió caminando con aire contemplativo. Cuando todavía no había salido de mi asombro, avisté a lo lejos a un hombre desconocido con muchos dibujos grabados en su piel. Tenía una máquina extraña y una camilla negra que se me antojaba amenazadora. Al acercarme,escuché un ruido infernal que provenía de la máquina: era como el zumbido de un mosquito pero multiplicado por diez. Con gesto desenfadado el extraño me dijo lo siguiente: «¿Qué tal, morador de le la colina? Si has llegado hasta aquí, supongo que no te conformas con una existencia convencional, que quieres llenar de significado tu vida. Dime ¿quieres ser una obra de arte o prefieres ser un artista?» Yo me lo pensé un buen rato, pero al fin determiné que prefería ser una obra de arte. Se lo dije y me ordenó que me tumbase en la camilla.

Al cabo de 48 horas me desperté lleno de dibujos extraños que describían formas armónicas y caprichosas. Mi piel había servido de mármol para aquel hombre y su máquina era, al parecer, una suerte de cincel modernizado. Luego me di cuenta de que era Auguste Rodin, y que había dejado la escultura por el arte de tatuar. Ahora me sentía imparable. Seguí ascendiendo y al poco me encontré a un hombre con el pecho descubierto, estaba trabajando en lo que parecía una fragua y tenía cara de pocos amigos. Me acerqué y le pregunté qué hacía y me respondió lo siguiente: «¿qué importa eso? ¿quieres culminar tu transformación en arte o no?» Yo le dije que sí, obviamente. Al poco me desperté con unos hierros extraños en mi nariz y mis cejas. Eran un tanto incómodos, pero hacían que me sintiera más poderoso todavía. Luego me enteré de que aquel hombre era Vulcano, que, harto de ser contemplado, se había escapado de la pintura de Velázquez.

Proseguí mi camino y llegué finalmente a la cima. Allí había un pedestal y un caballete. En frente estaba Ricardo Cinalli con un pincel, quien me dijo con gesto divertido: «posa para mí». Luego, cuando acabó su obra, yo ya era arte.

• Hyperion

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