El dorado

Hace años leí que el oro no se había originado en la tierra sino que se había creado a consecuencia de colisiones de estrellas de neutrones y que ya estaba presente en el polvo estelar que originó el sistema solar. Que la ciencia sea capaz de predecir y demostrar cosas como esta es sencillamente fascinante. Bueno, fascinante se queda corto. Yo diría que es anonadante.

Para los de la logse: anonadante, que anonada, que abruma o deja desconcertado

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Otra cosa que me llamó mucho la atención es que toda la cantidad de oro minada en la historia de la humanidad cabría en una piscina olímpica si lo derritiéramos. Esto más que anonadante me parece sorprendente, porque me causa sorpresa o asombro. Es decir me quedo bastante estupefacto, se me abren los ojos, las cejas se me suben y mientras inclino un poco la cabeza a la derecha exclamo alguna palabra más que palabra, exabrupto.

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Como cada mañana, George se levantaba a las cinco y media para empezar su jornada de trabajo. Le gustaba despertarse cuando aún estaba oscuro y cuando los sonidos de la noche todavía asustaban hasta al más valiente.

En su vieja casa de madera no habían muchos lujos; tan solo lo necesario para pasar el invierno frío medianamente cómodo. El viejo Peabody, al que perteneció la casa en el pasado la había construido con sus propias manos cuando la fuerza de la juventud aún corría por sus venas. Cuarenta años vivió en esa casa y cada día con la misma esperanza que de niño, caminaba rio arriba buscando nuevos lugares donde esa esperanza se transformara en realidad palpada.

Esa mañana el sol brillaba con fuerza y la capa fina de hielo que se había formado durante la noche sobre la hierba, se derretía con cada paso. No era como caminar sobre la nieve, con ese sonido característico que casi daban ganas de masticarlo, pero el leve crujido del hielo al romperse también le provocaba cierta sensación de calma y bienestar.

Llevaba varios días trabajando en una pequeña ladera de la que se había desprendido una gran masa de tierra por las recientes lluvias torrenciales.

A las 9 horas 19 minutos, cuando llevaba varias horas escavando, removiendo arena y piedras en busca del preciado bien, un corrimiento de tierra lo sepultó para siempre.

Sólo los cazadores que de vez en cuando lo saludaban desde la lejanía, echaron de menos a esa figura solitaria de pantalón marrón y barba pelirroja.

George, aislado, envejecido y enterrado.

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