LA VIDA DE MI MEJOR AMIGO

ROCKO, 12 AÑOS JUNTOS

Amor a primera vista

Aun hoy recuerdo vívidamente el momento en que fuimos presentados, un día gris en la primavera del 2005, cuando apenas tenía poco mas de 19 años.
Un allegado de la familia nos estaba regalando un perro, y había recorrido 300 kilómetros de ruta para traerlo esa mañana.
Mi misión era sencilla: esperar en mi auto, en el lugar acordado, la llegada de este particular obsequio. Sabía que era un perro, pero en ese momento nunca hubiese imaginado la historia que comenzaría a escribirse a partir de ese día.

Primera impresión.

Siempre, desde que me acuerdo, me fascinaron los animales por eso estaba particularmente ansioso por la llegada de este cachorro. No recuerdo cuántas veces miré el reloj. Eran casi las diez de la mañana cuando un camión se estacionó frente a mi.
Un señor corpulento, con el aspecto amigable que tienen los gigantes de los cuentos, abrió la puerta con todo el peso de su cuerpo y las chapas chillaron oxidadas. En unas pocas zancadas rodeó el camión y por la ventana derecha sacó con cuidado una caja de cartón, con forma de prisma de costados irregulares. cuando extendí los brazos para agarrarla, me dijo muy serio:

-No ha emitido sonido alguno, tomó un poco de agua pero se la pasó durmiendo, todo suyo.

Agradecí el consejo y dejé la caja en el suelo, entre preocupado y nervioso. Un pastor alemán de orejas largas y caídas, con patas desproporcionadas para su tamaño y una mirada perdida en la incertidumbre.
Recuerdo llevarlo en mis brazos y acomodarlo sobre una toalla en el asiento de al lado y colocarlo como pasajero. Apenas sintió el motor vi como una mancha humead se extendía a su alrededor.
Con el asiento bautizado y su cara de indefenso culpable emprendimos el camino en una complicidad que mantendríamos siempre.
Realmente sentí que nos habíamos elegido y, de ser el perro de la familia, pasó a convertirse en mi mejor amigo.

La vida entre animales.

Los paseos en auto y las idas a la playa eran nuestro plan A por excelencia, y cuando el clima no estaba para correr en la arena, simplemente nos arreglábamos para compartir una cama o un sofá.
Contra toda advertencia de especialista o veterinario siempre tuve una postura con respecto a su alimentación, desde el día uno compartimos casi toda la comida.
Las manzanas y la sandía parecían ser sus delicias preferidas, aunque su cara los días de pizza y parrillada decían otra cosa.
Seis años después de su llegada, Rocko se había convertido en un perro enorme, con un tamaño desmedido para su raza, no solo era mas alto que el standard, era mas corpulento, y pesaba unos 45 kilos.
Todo eso albergaba un perro de inteligencia increíble, al que nunca hubo que repetirle nada mas de dos veces, leía los gestos, el tono de la voz y algunas veces también los pensamientos.
Era un perro muy cariñoso y muy guardián, su tamaño y su mirada intimidaban a cualquiera, con un ladrido grave y particular mantenía toda la cuadra bajo su custodia.

Los momentos duros.

En el 2015 las cosas se pusieron difíciles, su salud comenzó a verse afectada por el tiempo.
Una mañana descubrimos que no apoyaba muy bien la pata trasera derecha, y tenía un pequeño bulto cerca de la cadera.
Poco tiempo después de llevarlo al veterinario nos confirmaron que era un tumor en crecimiento.
Noté el cambio de comportamiento y, aunque estaba decaído, seguía siendo un perro con fuerzas, inquieto y activo.
Fue un año en particular, el invierno fue largo y frío, y Rocko tuvo muchos altibajos, el pronóstico empeoraba y las consultas veterinarias eran cada vez mas frecuentes.
Al año siguiente continuó empeorando, tenía los huesos mas débiles, le costaba un poco levantarse de su cama, buscaba siempre el mismo espacio en el jardín donde pasaba al sol mirando por entre las plantas.
La operación no era siquiera una alternativa viable, ya que su vida corría peligro y no había garantías de que pudiera resistirla.
En diciembre, para cuando llegaron las fiestas, empezó a caer en picada. Rocko ya no se levantaba, no tenia fuerzas para sostenerse en pie, se quejaba mucho y empezaba a despedirse con la mirada perdida detrás de una niebla gris.
El veterinario demoró poco mas de 10 minutos en llegar a mi casa, luego de una rigurosa inspección, decidió que lo mejor era llevarlo al consultorio, para confirmar sus malas noticias. El tumor se había expandido, sus huesos estaban muy débiles y las patas traseras casi no respondían; una infección urinaria estaba tomando sus riñones y su cuerpo ya no quería soportar ese dolor.
Tomamos la horrible decisión de ponerlo a dormir, era lo único que podíamos hacer por él para aliviar ese momento de sufrimiento. Estaba respirando con mucha dificultad, en una agonía lenta y agotado.

Siempre estuve en contra de la eutanasia, pero me senti prisionero de mis propias palabras, en una situación que me había desbordado y no tenia la fuerza para tomar una decisión que no sea egoísta.
Volvimos a traerlo a casa, lo acostamos en su cama, y lo acompañamos de la mano hasta su último momento. Y partió.
No recuerdo ni en qué pensaba, sentía mi cuerpo helado, y un vacío que hasta el día de hoy no voy a poder medir hasta que no encuentre las palabras o la forma de describirlo.

Los recuerdos valen la pena.

Los 11 años que pasamos juntos no tienen precio, y apenas me alcanzan para sobrellevar el dolor de su ausencia.
Miles de historias, de aventuras, paseos, baños en la playa, noches de pizza, tantas anécdotas en las que nunca faltó él, un compañero de vida increíble que me acompañó en un trayecto de la mía.
Quiero que esta historia promueva el valor en otros de tener un perro como compañero. Que se den la oportunidad.
Hoy sigo con esta idea de tener y adoptar todos los perros que pueda. Sé que no voy a volver a encontrar a Rocko pero creo que la experiencia de tener un amigo, como yo lo tuve, es una experiencia que nadie se debería perder. No hay nada que iguale la felicidad que un animal te puede regalar.