La esperanza

El aire amaneció tan cargado que si encendías un fósforo, todo podía estallar en llamas. El fétido y dulzón olor a químicos impregnaba como tantos otros días el aire de esa ciudad. En el horizonte el pivote amarillo del mechurrio iba alimentando nubes paulatinamente grises que más pronto que tarde soltarían sobre la ciudad sus aguas de naturaleza casi artificial. Agustín tomó el huevo y lo dejó sobre la pequeña olla, mientras iba de un lado a otro preparando su ropa, el baño, y simultáneamente miraba sin mucho interés las noticias en la televisión. Como cada mañana debía hacer un esfuerzo para salir, y prepararse para enfrentar el fragor de la ciudad: la violencia de los conductores, el aire repleto de contaminación, el encuentro y la fricción con otras personas. De nuevo esa mañana debe intentar el trámite que desde hace días le opone resistencia. Al llegar a la oficina el rostro de esa mujer emite una suerte de resplandor, y destaca como si un gran reflector estuviese colocado sobre su cabeza: la expresión gentil, amable, tan poco común en las oficinas de servicios públicos. A su alrededor los funcionarios de siempre, que de una a otra oficina de la ciudad se repiten como la mala hierba: el rostro hastiado del sujeto que ya no tiene nada que ofrecer, nada que dar, simplemente esa mueca trágica de frustración e indiferencia, trabajadores completamente quemados por la monotonía y los años del gris trajinar de papeles y seres. Ella en cambio todavía es humana.