Alina Vana en "El cepillo"

Inmersa en sus cavilaciones, una anciana acariciaba su cabello en el aposento de su soledad, esa tarde, de espaldas al jardín. Lejos de ser silencioso, el bullicio allí era insoportable.

Predominaba el incensante escándalo de la peluquería de toda una vida, al que ninguna crisis acalló. En ese ámbito fue que se enteró de las caídas, todo de una vez.

Sí, mirándose al espejo, mientras, afuera, se ponía el sol, bellamente, sobre los árboles tímidamente floreados.

Un pedazo de conversación anunció el fin de la tiranía y el desplome generalizado de los precios de los recursos virtuales y la economía hemisférica. Un susurro contó el aparatoso traspiés de la Secretaria General de la ONU. Otro, cómo fue derribado el muro ex Norteamericano, y más allá voces alarmadas dieron a conocer lo del misterioso granizo rojo asociado a lo sucedido en las torres gemelas locales, claro, habían quedado muy resentidas después del terremoto del 22, pero eso no se atendió calificadamente, como tantas otras cosas, a todas luces, de suma importancia.

Eso no fue nada, ¡lo peor sobrevino!: el espejo le gritó que se le habían caído el cabello y las carnes. Le cayó una pila de años encima, el mundo se le vino abajo, y ese reflejo en que se reconoció horrorizada echó por tierra su mítico misticismo de creerse inmortalmente bella y lozana, volcando el miedo en todo su ser, tumbándole la fuerza femenil de las manos.

El cepillo rodó en la alfombra de la desilusión, cuando la magia bajó el telón, aquel atardecer en que la vejez le despuntó, alba y calva.

Alina Vana, siempre vana, sin cabello que acariciar, continuó lidiando con sus fatuos enredos, con muchos nudos en su garganta y el jardín a su espalda.

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