Realmente no había allí caos, por lo contrario, un silencio armónico dominaba el espacio.

No existía incertidumbre, ni porfía, porque nada tenía nombre. Ni siquiera las grandes fuerzas podían diferenciarse entre sí.

Millones de millones de estrellas cruzaron el espacio hasta que aquella nebulosa de matices rosáceos quedó frente a la gran luna.

Se configuró entonces la primera forma: dos brazos extendidos desde un pecho profundo como la noche eterna. Una extremidad, la izquierda, atrajo hacia sí a todas las otras potencias. La otra extremidad, la derecha, indicó la voluntad de decir:

-¡Luz!- se oyó en el firmamento.

En ese momento el Dios escuchó también su propio corazón latiendo. Se hizo a sí mismo, nombrándose, a imagen y semejanza de una visión del futuro. No quedó cansado, fue un trabajo ínfimo, pero fue bueno.

El ritmo del universo se convirtió en palabras.