Melanie Smith se quedó mirando el pálido rostro de su marido dentro del ataúd; recordó que él pidió ser enterrado con su reloj; dentro de ella se retorcía como una culebra un sentimiento de culpa por haberlo cambiado por uno falso. Pero era demasiado valioso, y él no la había incluido en su herencia. El reloj ni siquiera funciona, pero era de oro y tenía brillantes incrustados. Así que cerró los ojos para que todos pensaran que sufría, pero su pensamiento estaba en el taller del relojero. Salió directo a verlo; él lo examinó y le hizo una oferta tentadora; a ella le pareció que estaba muy bien, pero le dijo que lo reparara para ver si le podía ofrecer un poco más. El relojero lo abrió, y adentro encontró un pequeño papel de seda doblado minuciosamente que obstaculizaba el mecanismo del lujoso reloj de bolsillo; en él había una nota en letras muy finas escritas con estilográfica: “Este reloj no pertenece a Melanie Smith. Si pretende venderlo, llamen a este número, ellos sabrán qué hacer”.