Oscuro día de invierno
Por G. J. Villegas
La mañana era especialmente fría aquel invierno. Las esperanzas seguían creciendo dentro del campo. Rumores del fin de la guerra alentaban la euforia en algunos corazones, y en otros, el temor por las represalias.
Mis manos temblaban sin parar, no sé si debido al frio o a la necesidad de comida. Tardé varios minutos tan solo para abrochar mi chaqueta. Un guardia se presentó de golpe en el barracón, y lanzando una mirada amenazante, nos ordenó salir al patio en medio de la helada.
Frente a nosotros estaban estacionados unos vagones de madera. Unas ramplas servían de puente para subir a ellos y unos soldados gritaban nombres a los presentes que abordarían para viajar. La incertidumbre era enorme, nadie sabía a donde irían los llamados. Yo me preocupaba por la calzada que daba a la oficina del comandante, estaba llena de nieve y mi trabajo asignado era mantenerla despejada. No quería que me dieran otra paliza por llegar tarde.
Entonces mi nombre resonó en la boca de uno de los soldados.
Cuando levanté la mano, un guardia me sacó a empujones del montón y me subió a uno de los vagones. Estaba repleto de gente, el hedor era terrible.
Algunos hombres jóvenes se asomaban por las estrechas ventanas y lloraban al ver a sus esposas subir a transportes diferentes. Yo preguntaba sobre nuestro destino sin obtener respuesta alguna. Un abuelo me miró desde el fondo del vagón y me hizo un ademán de muerte frotándose el cuello. Una sola palabra pronunció en voz baja. Cuando lo hizo, todos se quedaron callados, mirándolo fijamente con los rostros pálidos.
—Auschwitz.
No me desplomé en el piso, no lloré ni grité de miedo, supongo que estaba ya resignado a que ocurriría en algún momento. Afuera seguían llamando por nombre. Una larga y funesta lista de almas condenadas a una terrible muerte.
Después de un rato comencé a llorar. Por fin comprendía lo que me esperaba. Pensé que estaba preparado para ello, pero uno no puede prepararse para algo así.
Pronto los guardias dejaron de gritar nombres, y los vagones comenzaron a moverse lentamente. La nevada recrudecía, pero a nadie le importaba ya el frio.
Me acerqué a la ventana para mirar una vez más el campo antes de partir. Me fijé en que el capitán llegaba apresurado al patio y daba órdenes furiosamente a sus subalternos. El tren se detuvo de repente, y un guardia dijo mi nombre un par de veces en voz alta.
Saqué mis heladas manos por la ventana y le hice señales. La portezuela se abrió, el soldado me sacó de nuevo a empujones y me llevó ante el comandante. Este me miró unos instantes, y finalmente me ordenó que quitara la nieve de su calzada.
El tren partió sin mí. El único pasajero perdonado esa mañana, no por compasión, sino por conveniencia.
Un día más de vida sigue siendo vida, pensé. Me pregunto cuando llagará el próximo tren. Me pregunto si aún caerá la nieve para cubrir la calzada del comandante. Supongo que de igual forma no estaré preparado para cuando ocurra.
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hermano pedazo de escrito, la verdad muy interesante y como inspira a escribir algo. Saludos de Venezuela
Muchas gracias @jhonsus0712 un gran saludo para ti.
Muy buen escrito mi querido
Me quedó mucho lo de "un día más de vida, sigue siendo vida", se me aguaron los ojos.. No es tan fácil vivirlo que decirlo... A veces confundimos sobrevivir con vivir y nos acostumbramos... Buena historia...♥️
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