Lunes de escritura/ "Dónde están las casas"

"Para mañana, debo dibujar una casa, papá, esa es la tarea," me comentó, en cierta ocasión, el más pequeño de mis hijos con la intención de advertirme que debía, como lo hacía siempre, ayudarlo con sus deberes escolares.

_{Un paisaje semejante a aquellos primeros dibujos de la infancia/ F1 F2 F3}

Para distraernos, mientras íbamos en el automóvil, comencé a preguntarle si alguna vez había dibujado una casa y, a pesar de que lo conocía muy bien, por supuesto, quedé sorprendido cuando me respondió de forma negativa. "No puede ser," le dije tratando de poner un tono de teatral extrañeza a la voz, aunque en verdad me reprochaba no haberlo iniciado ya a dar sus primeros trazos pictóricos.

Recordé en ese momento, con nostalgia, que lo primero que aprendí yo a dibujar fue aquella básica casita con su techo a dos aguas, su pequeña puerta y sus dos ventanas. Mi mamá guardaba ese cuaderno, al igual que los de todos mis hermanos, como sus pequeños tesoros, en un gran baúl que nadie supo cómo desapareció. Me gustaba observarlo de vez en cuando con el fin de comprobar cómo le fui agregando detalles a ese boceto inicial que se fue enriqueciendo con nuevos elementos.

A ambos lados de la casa, nacieron dos frondosos árboles, cuyos follajes parecían inmensas nubes verdes que apuntaban hacia el cielo; después, en otra página de aquel cuaderno que llamábamos mixto porque alternaba las hojas rayadas con las blancas, emergió desde su única puerta un largo camino que atravesaba un paisaje solitario; luego, al frente de la casa, apareció un jardín de pequeñas plantas con minúsculas y coloridas flores; más adelante, se podían mirar unos cerros lejanos, un cielo azul salpicado de blancas nubes, además de algunas mariposas y pajarillos revoloteando por el jardín y el amplio prado que estaba en el frente…

La casa quedó finalmente enclavada dentro de un pequeño paraíso. No sé si eso se debió a que toda mente infantil imagina que vive en un lugar de ensueño u ocurrió porque yo, en realidad, pasé mi niñez y gran parte de mi juventud en un apacible pueblo de la provincia venezolana, donde las casas estaban rodeadas de árboles, contaban con un inmenso patio, un jardín florido y era normal toparse, y hasta interactuar, con animales silvestres.

Evocando todas esas vivencias, le fui enseñando, poco a poco, a mi hijo de seis años a dibujar una casa similar a la que yo acostumbraba a realizar durante aquellos días de mi infancia. Tal como yo lo hice, él fue agregándole detalles naturales hasta que completó el edén donde acostumbra a erigir la emblemática edificación. Nunca me preguntó de dónde había salido la idea de aquel idílico paisaje ni por qué yo le había guiado a dibujar una casa que en este ambiente citadino en que residimos él jamás ha visto.

Hace poco fuimos de visita a mi pueblo natal. Ya mi hijo cuenta con diez años y mi terruño no es el mismo lugar bucólico de aquellos lejanos días de la niñez. Apenas llegamos, se bajó del automóvil rápidamente y comenzó a escudriñar, con inusitado interés el paisaje; luego se volteó y me preguntó con una desilusión indescriptible dibujada en el rostro algo que no esperaba venir: "Papá, ¿y dónde están las casitas que me enseñaste a pintar?"

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