En los tiempos antiguos, cuando el mundo aún era joven, los océanos eran vastas extensiones de agua dulce que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Pero a pesar de su inmensidad, la vida aún no había surgido, y la Diosa Freya, cuyo amor por la naturaleza era inmenso, se preocupaba profundamente por esta situación.

Un día, la tristeza y la preocupación se apoderaron del corazón de Freya, y sus lágrimas comenzaron a fluir en torrentes interminables. Clamó y lloró con tal intensidad que sus lágrimas, por primera vez, se volvieron saladas. Al darse cuenta de esto, Freya supo que había descubierto algo extraordinario.

Con ternura, Freya comenzó a recoger las lágrimas que caían, y se dio cuenta de que se estaban convirtiendo en pequeños niños de sal, del tamaño de un pulgar. Con amor y cuidado, los colocó en parejas dentro de botellas, selladas con corchos, y envió una botella a cada regente de los cinco océanos de agua dulce que cubrían la Tierra.

En medio de cada océano, los niños de sal emergieron de las botellas y se lanzaron al agua con un propósito sagrado. Nadaron valientemente hacia el fondo de los océanos, disolviéndose lentamente a medida que se mezclaban con el agua dulce. Sus cuerpos se convirtieron en salinidad, y este acto de sacrificio dio paso al surgimiento de la vida en los océanos.

Las aguas se volvieron saladas, y en ese momento, la vida comenzó a florecer. Desde las más pequeñas criaturas marinas hasta los majestuosos seres que habitaban las profundidades, cada forma de vida recibió el regalo de la salinidad que los niños de sal habían dejado en su partida.

Desde entonces, las lágrimas de Freya han sido un recordatorio eterno de su sacrificio y amor desinteresado. Cada vez que una lágrima salada cae de nuestros ojos, nos conecta con el sacrificio de Freya y el nacimiento de la vida en los océanos.