En casa, ella era la que se notaba menos entusiasmada con la salida a la gran carpa y desde el amanecer de ese día estuvo consintiendo más de lo habitual a Mr. Hook, su gato. Mr. Hook en brazos de mi hermanita Camelia era tierno y suave como un bebé inerme y angelical, pero cuando otra persona osaba rozarlo enseguida se escuchaba su ronco ronroneo antipático, los ojos le chispeaban con un furor salvaje y le brotaban de las patas las garras como afiladas navajas.

El sábado a las cinco y media de la tarde vimos de lejos el inmenso toldo que parecía un mundo diferente con sus colores encendidos, dibujado con figuras fantásticas y letras resplandecientes que anunciaban: Circo de los Prodigios.

Antes de entrar a la fiesta comprarnos chucherías que, en mi caso, incluyeron barquillas de chocolate y en el caso de hermanita Camelia una inmensa nube de algodón. A las seis en punto de la tarde se abrieron las portillas de lona de la tienda y los vecinos fuimos entrando con gestos de emoción y de asombro en los rostros.

Mamá, papá, Camelia, y yo veíamos como alucinados la deslumbrante diversión: tragafuegos, payasos escapistas, saltimbanquis que se contorsionaban hasta entrar en una caja de zapatos, magos prestidigitadores, hadas reales, titiriteros, hacían de la función un evento verdaderamente extraordinario. Cuando los volatineros se encontraban haciendo sus acrobacias en la cuerda floja, se escuchó de pronto un rugido pavoroso que congeló el auditorio y todos bajamos la vista de las alturas para observar aquel temible animal de manchas naranjas y negras que se encontraba mirándonos a todos desde el centro de la arena.

A pesar del pánico que nos cubrió en ese momento todos quedamos mudos y quietos mientras el animal exótico buscaba algo entre la gradería. Mamá nos apretó con fuerza las manos a mi hermanita Camelia y a mí cuando la fiera empezó a andar con paso sigiloso. Como si estuviese participando en un ritual, lentamente fue avanzando cada vez más hasta llegar a nosotros y fijar su mirada en mi hermanita Camelia.

Él abrió sus fauces pero en lugar de un rugido fue un miau lastimero lo que salió de su garganta y de sus ojos saltaron dos lágrimas doradas. Entonces mi hermanita Camelia se levantó de su asiento, acarició el lomo del flamante animal, montó sobre el tigre de bengala y, ante la atónita maravilla que presenciamos, se esfumaron en el aire.

_{[Imagen proporcionada por el Concurso]}