El Nigromante | Relato |
El Nigromante
—¡Hola! hasta que por fin despertaste —exclamó una sombra que tomaba forma de hombre, a medida que la bruma de sus ojos se dispersaba, y la luz de uno de los focos reflejaba un destello en sus anteojos.
—¿Estaba inconsciente? ¿Cuánto... cuánto tiempo pasó? —preguntó él, desorientado. Asumió estar en una especie de hospital porque aquel personaje que le saludó vestía con bata, tapaboca y guantes desechables.
—¿No recuerdas qué pasó? —preguntó ahora el supuesto doctor, ignorando la interrogante del joven — ¿Puedes contarme qué es lo último que recuerdas, Larry? —consultó, con un tono de voz calmado —. ¿Te llamas así, no? Eso dice en la credencial que encontró la policía.
De golpe Larry se sentó en la camilla. El frío en los muslos le advirtió, por primera vez desde que despertó, que estaba desnudo sobre una superficie metálica.
—¿Dónde carajo estoy? —exigió saber mientras se levantaba de golpe de la camilla y tambaleaba aferrado a la sábana que le cubría. Unos segundos después se desplomó contra el suelo.
—Calma, Larry — comentó el doctor mientras sacaba algo de su bolso: un termo de café —. Es confuso al principio, lo sé. Generalmente para todos lo es, pero tienes que confiar en mí. En este momento soy el único que puede ayudarte —aseguró —. Ten, toma un poco —le invitó, señalando con una mano la mesita donde llenó dos tazas con café, mientras que retiraba el tapaboca con la otra.
En el salón la luz era tenue y el aroma de la bebida caliente comenzaba a disimular otro hedor que el olfato de Larry percibía como una combinación entre dulzón y una sensación de podredumbre, aunque no le resultaba desagradable.
Luego de sentarse, sin dejar de prestar atención al extraño individuo y cualquier posible movimiento brusco que pudiera hacer, comenzó a sentirse mareado y vio, en una ráfaga destellante, un par de memorias vagas: una fiesta y luces de muchos colores en el techo. «Estaba en el cumpleaños de Rita» recordó.
—¿Cómo te sientes, Larry? —le consultó el sujeto. Él por su parte estaba cada vez menos seguro de que realmente fuese un doctor.
—¿Quién es usted? —preguntó de forma tajante y con el ceño fruncido.
—Bien... supongo que responderé yo primero —repuso el hombre con una ligera, aunque notable, sonrisa —. Mi nombre es André Castro. Tú puedes llamarme Doctor Castro. —dijo y añadió —: ahora, ¿puedes decirme cómo te sientes?
—Vale, "Doc". Estoy bien —respondió sin más —. ¿Me dirá qué me pasó? Lo último que recuerdo es haber ido al cumpleaños de una amiga.
Castro frunció un poco el ceño y arrugó la boca al oír ese comentario. A Larry le pareció que aquello no era algo que habría querido oír.
—Esperaba que tú me lo dijeras, joven —reconoció al tiempo que le dio un largo sorbo al café —. ¿No te duele la cabeza?
—¿Por qué debería dol... —formuló sin terminar la pregunta. Al instante le azotó una intensa jaqueca que lo obligó a levantarse de la silla, solo para caer de rodillas al piso otra vez, — ¡¿Qué está haciéndome?! —espetó al doctor.
—No estoy haciendo nada, Larry —aseguró él —. Algunos, como tú, tardan más que otros en asimilarlo y tienen estas experiencias —continuó afirmando —. Ya no sientas dolor, Larry. Solo tienes que aceptarlo.
—¿De qué está hablando? —siguió preguntando mientras se agarraba la cabeza con las manos.
—Tienes que recordar, Larry. Recuerda —enfatizó —. En el cumpleaños de tu amiga, Rita Loaiza, ¿peleaste con alguien, no?
El joven recobraba momentos vagos, imágenes difusas en su mente que, por momentos, las percibía como recuerdos lejanos, «como si fueran de otra vida» pensó.
—Sí —afirmó —. Era un desconocido, un hombre de mi edad —poco a poco los recuerdos iban haciéndose más lúcidos —. Se enojó conmigo porque derramé una bebida sobre él. Fue un accidente —aseguró. La jaqueca disminuía paulatinamente —. Empezamos a pelear. Gritó que me mataría.
—Así es. Tu amiga le contó eso a los oficiales. Según mencionó, este joven con quien peleaste iba con otros dos. ¿Eso es correcto?
—¿Oficiales? ¿Rita está bien? —con cada palabra sentía el cuerpo más pesado. Con todo el esfuerzo que sintió que le quedaba se incorporó y volvió a sentarse, tapando su desnudez con la misma tela que lo cubrió al estar desmayado —. No me siento bien, Doctor, estoy cansado... tengo demasiado sueño —aseguró.
—No me queda mucho tiempo. El efecto debe de estar terminándose —balbuceó Castro, que aunque hablaba con Larry, parecía estar ignorando por completo sus comentarios —. Muchacho, necesito que me digas qué pasó después de la fiesta. Saliste solo y caminaste por el Boulevard, ¿correcto? ¿qué pasó después?
Larry se sentía cada vez más exhausto, para aquel momento se percató de que ya no sentía las piernas, sin embargo estaba tranquilo «puedo vivir sin caminar». Ese pensamiento le causó mucha risa, al igual que cuando dejó de sentir los brazos.
—Tendrá que darme de comer, Doc —dijo riendo a carcajadas.
—Lamento no haber podido ayudarte, joven —comentó Castro, decepcionado.
—¿Ayudarme con qué, ah? —preguntó ahora más confundido, a pesar de que para ese momento ya no le importaba no saber nada de lo que pasaba. Menos aún cuando vio su reflejo en la cerámica del piso del salón —. Oiga, ¿por qué tengo sangre en el cabello? ¡Qué puto asco, jaja!
—Impacto con un objeto contundente, Larry. Creemos que fue un bate, aunque no estamos seguros, bien pudo haber sido un tubo de aluminio cualquiera —aseguró —. No tiene caso... haremos todo lo posible para encontrar a quienes te hicieron esto, Larry.
Posteriormente le susurró al oído «descansa» y Larry cerro los ojos. Su cadáver se desplomó en el suelo por su propio peso. Castro terminó de tomar el café y guardó todo en el pequeño bolso de dónde lo había sacado.
—Castro —le saludó una voz en su espalda repentinamente.
—Detective —respondió él.
—¿Por cuánto tiempo pudiste traerlo de vuelta?
—Poco... unos 15 minutos, y ya a la mitad comenzó a desvariar. Asumo que los golpes en la cabeza aceleraron el proceso.
—¿Logró decirte algo útil?
—Nada que no supieras ya...
La sala quedó en silencio total por quince segundos.
—¿Sabes qué es la vida para alguien como yo, viejo amigo? Un morir constante. Donde no hay luz al final del camino, solo el final del camino y ya.
—Estás envejeciendo, André —respondió el detective ignorando el comentario —. Cuando te conocí podías mantenerlos por casi un día completo.
—Lo sé, Fausto... dame una mano para cargarlo a la camilla.
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¡Gracias por el apoyo!
Guao que historia, felicidades.
No creo que seas una juez imparcial, pero gracias, jaja.
Bien
Gracias.
Interesante...
Gracias.
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