Crea tu cuento corto a partir del video musical/ "El silencio de la radio"

Para ese tiempo debía yo tener unos diez años, pero cada mañana estaba ya marcada por ciertos aromas y sonidos que me indicaban, con absoluta precisión, la hora en que debía levantarme de la cama para empezar un nuevo día. En cuanto escuchaba el rumor de trastos en la cocina, abría los ojos y sabía de antemano que mi santa madre comenzaría su íntimo soliloquio con cualquier utensilio o situación que emergiera de su temprano trajinar.

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Después el olor del café inundaría por completo la casa y, casi al mismo tiempo, la radio del vecino comenzaría a sonar en la misma emisora de siempre, esa que colocaba música del oriente venezolano y narraba hermosas anécdotas costumbristas. Era ese el momento en que debía yo levantarme para ir al colegio o porque ya no tenía ningún sentido continuar en la cama.

Nuestro vecino, el señor Mariano, era un viejo agricultor que vivía solo en una casa que le quedaba grande a sus rutinarios hábitos. Sus tres hijos hacía bastante tiempo que habían emigrado hacia la capital y más de una vez intentaron llevárselo a vivir con ellos, pero siempre se negó con el empecinamiento de las personas sembradas en el suelo donde ha transcurrido su existencia.

Cuando finalmente yo salía del cuarto, ya el desayuno estaba sobre la mesa y mi madre insistía en que me dispusiese a comer de inmediato, pero yo prefería dirigirme, aunque fuese un breve rato, a mirar la profusión multicolor de pájaros que danzaban y cantaban jubilosos en el patio del vecino. Este tenía por costumbre colocar sobre las matas cualquier fruta que hubiese cosechado -cambures, mangos, lechosas, guanábanas- para que las aves vinieran a alimentarse libremente; cada mañana, entonces, una inmensa variedad de estos alados animalitos llenaba de trinos y de colores nuestros sentidos para que el alma agradeciera a Dios por aquella recreación paradisiaca que le había colocado tan cerca.

Hubo una mañana, en que la radio del señor Mariano no sonó. Me quedé a la expectativa esperando escuchar las canciones orientales, pero mis primeras horas del día continuaron con ese vacío preocupante incrustado en el ánimo. Como no tenía que ir a clase, me levanté y me fui directo a su casa para averiguar si le había ocurrido algún percance. La puerta estaba abierta y desde allí lo observé manipulando la radio desarmada, que estaba sobre la mesa de la cocina.

En cuanto pronuncié los buenos días, él levantó la mirada y su rostro irradiaba una inmensa alegría. Qué bueno, señaló de manera efusiva, tenía muchos años sin venir nadie a esta casa a conversar conmigo en la mañana. Debo agradecer ahora que este aparato se echó a perder, dijo, con pasmosa seguridad, porque ya sabía la razón por la que me encontraba en su hogar. Sé que te gusta mirar los pájaros, vente conmigo, ayúdame a colocarles el alimento en las matas. Y me fui con el señor Mariano a vivir una de las mañanas más hermosas de mi vida...