Me desperté en una mañana muy fresca. Miré por la venta y el Sol apenas doraba el rocío que yacía en el campo de flores. Era una vista tierna. Mi alma se sintió complacida de modo que salí de la cabaña para experimentar todo mejor.

El paraíso se había posado sobre mi soledad en el valle Zafiro. Creo cada cosa anduvo bien hasta que escuché el ruido de una motosierra. O eso parecía ser.

Con suma curiosidad seguí el sonido que perturbaba mi tranquilidad. Iba saltando de árbol en árbol, como jugando al escondite usando sus troncos como refugio temporal. Aunque mis ojos aún no veían nada a través de la densa vegetación, mis oídos sí que escuchaban ese cruel sonido mecánico. Pero su aparición no era larga y estruendosa. Más bien era corta y ronca. Como si de una motosierra dañada se tratase.

De la nada, quedé paralizado. Detrás mío escuché unas ramas que se quebraban. Luego un resoplido fuerte y corto. Temiendo lo peor, di la cara a eso que estaba detrás mío. Su piel verdosa y rugosa, con plumas y ojos de cocodrilo me congelaron la cara o debería decir, ¡el cuerpo entero!

Era un velociraptor en el valle Zafiro. Ni en mis sueños más alocados sucedería algo así. Pero allí estaba la criatura, inspeccionándome. Y, en verdad, eso fue lo último que recuerdo del suceso. Cuando volví en sí, estaba solo, aún frío y sujeto al árbol contra al cual el dinosaurio me había acorralado.

Mi instinto de supervivencia me dijo: “corre, corre tan rápido como puedas”. Y así hice. Iban tan rápido que apenas sentía mis piernas y mi barba se movía de un lado al otro. No sabía que aún era joven. No sabía que aún podía jugar a ser Forrest Gump. Luego de algunos minutos, reduje la marcha al ver la madera gruesa y ancestral que conformaba mi humilde cabaña.

Yo me disponía a entrar a mi cabaña y olvidar lo sucedido, pero eché un vistazo a la laguna Dutch y quedé extrañado al ver a un hombre pescando. No había visto a nadie en años en el valle. Él silbaba muy tranquilo mientras esperaba algo mordiera su anzuelo.

Su cabello negro estilizado y vestimenta blanca me llamaron mucho la atención. Habían como medallones sobre toda su ropa. Cuando lo alcancé, él pronto volteó a verme y una sonrisa deslumbrante casi me cegó como lo haría el Sol de mediodía.

—¿Qué hay de nuevo, joven?

—¡Elvis! ¿En verdad eres tú?

Siempre he sido el mismo—me dijo entre risas.

Pero tú deberías estar...—pronuncié balbuceando.

¿Muerto? No, mírame, ya casi pesco mi desayuno—respondió guiñándome un ojo.

¿Por qué preferiste esta vida a la de Graceland?—pregunté muy curioso.

Sólo quieres la fama hasta que la obtienes, hijo—contestó él que ya jalaba su pesca.

Cuando me fijé, Elvis había pescado un par de truchas arcoíris. Quise preguntarle sobre su técnica, pero se marchó muy rápido con sus pescados. Él sólo hizo un ademán a la distancia y yo grité:

—¡Para la próxima me invitas!

Mientras regresaba aún anonadado a mi cabañita, me daba pequeños pellizcos en los brazos para decirme: “esto es real. Sí, está pasando”. No había tenido tan movida mañana desde que me escapé de la escuela en quinto grado. Qué días. Mi mamá que me perseguía y yo que le decía: “olé, olé”.

El grato recuerdo se esfumó cuando vine a darme cuenta que no podía abrir la puerta de la cabaña. Además de estar mojada, daba la sensación de ser 100 veces más pesada de lo que realmente era. No me quedó de otra que despedasarla con patadas y troncazos. Una vez hubo espacio para entrar, me encontré con una doña salida de los años 20.

Ella pronto me abordó y me preguntó:

—Hijito, ¿sabes dónde queda Málaga?

Yo boquiabierto respondí con poco:

—No… pero tengo el presentimiento de que no está cerca.

La señora se rió tiernamente cubriéndose la boca y me dijo:

—¿Sabrás dónde estamos ahora?

Su expresión y palabras me parecían genuinamente inocentes, pero al mismo tiempo no podía dejar de sentirme más extrañado cada vez.

¿Y usted cómo llegó hasta acá, hasta el extremo sur de Argentina?—le inquirí.

Ella quedó dubitativa por un momento y luego respondió con fuerza alzándose de su silla:

—No lo sé.

Yo me reí y ella también.

Después de entablar una corta conversación acerca del lugar que nos rodeaba, yo pregunté de nuevo:

—¿De verdad no recuerda cómo llegó aquí?

—Hm, me parece que antes estaba en un vagón. Pero, no estoy segura.

—¿El tren del fin del mundo de Ushuaia?

—¡¿Qué?! ¿estoy en el fin del mundo? Mi papá me va a regañar por no haber vuelto de la estación Grand Central.

—Disculpe, pero, ¿su papá aún vive? Digo, usted parece tener más de 70 años.

Inmediatamente la doña reaccionó como si le hubiese clavado una flecha en el pecho. Vamos, sé que a las mujeres no les gusta el tema de la edad, pero en verdad estaba ridículamente confundido por todo.

Traté de auxiliar a la pobre señora en cuanto pude, pero apenas me dio chance de dar un par de pasos cuando ella empezó a desvanecerse. Su piel se iluminó. Era toda blanquecina.

Vi como sus ojos se cerraron antes de desaparecer por completo y finalmente quedar yo sólo y angustiado en mi silenciosa cabaña.

Sin duda que desde que llegó la pandemia por allá por el 2020, muchas cosas se salieron de control en el mundo. Cada vez más parece tener menos sentido todo y no hay nadie ya a quien le importe dar explicaciones.

Por ejemplo, ¿quién me podrá decir que significa este brazalete dejado en el suelo de mi cabaña que tiene inscrito Maryl-experimento 3579-1? O, pero aún, ¿por qué tengo uno yo ahora con mi nombre y otro número de experimento? ¿acaso lo tenía desde antes?

De repente aparecen sujetos que lucen como cyborgs y dicen mecánicamente:

—Interferencias detectadas. Regule su sistema y vuelva a su sueño digital, experimento 10229-3.

¡Gracias por leer!

Gracias: @belenguerra; @fendit por esta nueva oportunidad.