Solía dar paseos por parques tranquilos, pero esa vez decidí recorrer el bullicioso mercado de la ciudad donde vivía. Era el siglo XVII, en una vida pasada en una ciudad holandesa cuyo nombre he olvidado. De repente, escuché la voz de un hombre elocuente rodeado por una multitud, todos hechizados por sus palabras.

Me abrí paso entre la gente hasta tener una vista clara del charlatán. Con un sombrero de copa y un sobretodo negro, sostenía frascos con un líquido espeso, proclamando que eran la cura milagrosa para cualquier mal.

La multitud escuchaba atenta su bien estudiado discurso, mientras más personas se acercaban, curiosas o esperanzadas de encontrar solución a sus problemas. Entre ellos, había una anciana de semblante sabio, observando con detenimiento. Sus años le habían enseñado que las soluciones mágicas rara vez vienen en frascos.

Sus miradas se encontraron, sosteniendo una conversación silenciosa sobre los engaños y la vida, entendiendo mutuamente el rol que cada uno jugaba en ese momento.

Al terminar su charla y casi agotarse sus frascos, el charlatán se acercó a la anciana y le ofreció uno gratis. Ella lo aceptó, no por creer en la cura, sino reconociendo la humanidad compartida entre ellos.

Mientras la multitud se dispersaba, el charlatán guardaba sus cosas en su carreta y se alejaba en busca de otro pueblo. La anciana miró el frasco en sus manos, sabiendo que no contenía ninguna cura, pero comprendiendo que en ese gesto había una verdad universal: en dar, hay una forma de recibir.

Con ese pensamiento, la anciana se dirigió a casa, llevándose una lección más sobre la naturaleza humana: mientras busquemos el camino fácil, siempre habrá alguien dispuesto a mostrarlo a cambio de algún dinero.