Hola, apreciados lectores de Steemit.

Después de sortear muchos inconvenientes técnicos, llego a esta querida comunidad de #Venezolanossteem para entregarles mi participación en el Venezuela Concurso/ Semana 23/ Mi amor platónico, que ha organizado la traviesa @solperez en conchupancia de la terrible @marcybetancourt.

Yo no sé si la historia de mi amor platónico sucedió tal como se las contaré, porque la vida tiene la mala maña de manipular nuestra memoria hasta convertirla en frenesí, algunas veces, otras en alucinaciones que revivimos de distinta manera cada vez que navegamos en el vapor del recuerdo.

Gracias por su amable atención.

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Zeta

Yo tenía diez años. Ella doce o trece, tal vez. En la capilla San Vicente de Paúl que queda en la calle Blanco Fombona de Cumaná funcionaba, (funciona todavía), el Asilo de Ancianos de Cumaná y allí la vi por primera vez un día domingo, si bien recuerdo, en la misa adonde fuimos yo con mi mamá y ella con la señora Galia, su tía, vecina de esa calle adonde llegó de Caracas a pasar un espacio de tiempo para mí indefinido.

Capilla San Vicente de Paúl, en Cumaná

Como les dije al comienzo no sé si los pormenores de historia con mi amada platónica está apegado a lo llamamos "realidad" o es puro delirio de mi mente encandilada por los años. A esa niña la llamaré aquí Zeta, porque esa es la letra inicial de su nombre. Zeta era una señorita que olía a colonia, su piel era cobriza, su pelo ondulado como las sortijas del mar, de nariz hechizada, de labios carmesís y de ojos brillantes como el mediodía.

Después de varios domingos de encontrarnos en misa, nos abordamos y al cabo de algunos padrenuestros y avesmarías me encontré arrancando parchitas de una gran enramada que había en el patio de la casa de la señora Galia, quien siempre nos observaba por el rabito del ojo con mucha atención y en silencio. Iba con Zeta todas las tardes que podía, después de hacer las tareas escolares.

Allí no solo cosechábamos y comíamos la fruta de la pasión sino que también solíamos pasarnos horas perfectas viendo los dibujos animados de Hanna-Barbera, Los Monster, La pandillita, El show del Oso Yogi, Mi bella genio, El correcaminos, Meteoro, El hombre par, Astroboy, y otras tantas comiquitas que fueron símbolo de nuestro tórrido romance aquel verano inmemorial.

También nos íbamos algunas tardes al asilo de ancianos a recoger uveros, poncigués, pomalacas… de las matas que habían allí y recorríamos los amplios jardines donde los ancianos se sentaban a vernos reír, correr, jugar, como ellos lo habrían hecho en su debida ocasión y entrar a un escondite que construimos con hojarasca y ramas secas de algunos árboles.

Escuela Juan Freites, en Cumaná

En la escuela Juan Freites, ubicada en esa misma calle, cursaba yo quinto grado. Llegaron a mi clase las monjas y un sacerdote para informarnos que estaban organizando grupos de niños para que tomaran la primera comunión y luego todo fue preparación y regocijo. Aún recuerdo con nitidez la camisa azul manga larga y los guantes blancos con los que madre me vistió.

Saltando algunos episodios infantiles de la memoria llegamos al momento en medio de la misa cuando mis compañeros de estudio y yo nos encontrábamos arrodillados durante el sacramento de la Eucaristía. El momento cuando el sacerdote, haciendo volar sus manos como palomas de paz, pone en la lengua de cada quien la ostia y dice: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y los niños decimos: amén.

Cuando faltaban pocos niños para que el padre llegara hasta donde estaba yo, escuché la voz de Zeta arrodillada a mi lado diciéndome: cuando tomemos la ostia vamos a imaginar que nos casamos. En seguida hizo un sacro silencio hasta que nos levantamos ya ostiados y regresamos a los puestos que teníamos reservados. Después la busqué y nunca más la vi, Zeta, hasta este sol, se transformó en recuerdo.

_{[Imagen proporcionada por el Concurso]}

Las fotografías son de mi propiedad,
tomadas con mi teléfono celular