Aunque Doña Flora tuvo un marido que murió joven, toda su vida vivió con Consuelo, a quien nunca se le conoció novio. Las dos fueron amigas desde la escuela y luego de la muerte del esposo de Flora, las dos se fueron a vivir juntas. Primero en la casa que había comprado el esposo de Flora que quedaba en el centro, cerca de la plaza principal, y luego se mudaron a una casa que compraron las dos a las afueras del pueblo.

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Ninguna de las dos tuvo hijo, pero tenían gatos y perros. Mientras que Flora era una mujer de modales finos y hasta introvertida, Consuelo era todo lo contrario: fiestera, ruidosa y muy tosca. Sin embargo, por todos los misterios que tiene la vida, no solo se conocieron sino que llegaron a tener una relación tan cercana que luego que murió Flora, ya vieja, más tarde, como al mes, murió Consuelo de simple tristeza, porque enferma no estaba.

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Después de la muerte de aquellas dos mujeres, que no habían dejado herederos, pero sí muchos bienes, la gente del pueblo comenzó a hablar sobre la relación que ellas tuvieron. Muchos hablaron de un amor ilícito que solo sabían las paredes, pero todos estuvieron de acuerdo en la hermandad, la solidad y el respeto que había entre ellas. Ni siquiera los hermanos más queridos se amaron con la misma devoción y complicidad con la que Consuelo y Flora se quisieron. Entonces, para hacer de su amor algo eterno, hicieron de aquella casa un museo, un museo donde se exponía el diario vivir de estas dos mujeres, que por amar como amaron, fueron dos extrañas en aquel pueblo.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS