Claudia llegó a la escuela cuando ya habíamos iniciado el año. Se le hizo fácil llamar nuestra atención, no solo porque era muy bonita, también porque pregonaba tener algunas cosas que ni en sueño hubiesemos creído tener:

_Vivo en una casa muy grande y lujosa donde hay señoras que nos hacen todas las cosas, como la comida, la limpieza. Cuando quiero comer helado, basta que le diga a la señora de servicio y baja a la gran nevera y me trae del sabor que quiera, decía Claudia y nuestros ojos infantiles brillaban imaginando los helados de mantecado, chocolate y de fresa.

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A mí se me hacía raro porque Claudia, aunque tenía muchas cosas, no cargaba dinero en los bolsillos ni en la mochila, por lo que siempre debíamos darle de nuestra merienda:

_Es que se me olvidó, lo dejé en el asiento del carro -decía a veces. En otras oportunidades:

_Tenía un billete muy grande y no quise traerlo -explicaba o comentaba triste:

_Mi padre me ha castigado y por eso no me ha dado el dinero de la merienda.

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Muchas veces le pedimos a Claudia ir a su casa, pero ella se excusaba con: "A mi mamá no le gusta que lleve extraños a casa", y nosotros lo entendíamos porque teníamos madres también muy quisquillosas. Al final del curso, en la fiesta de despedida, Claudia no fue y creímos que se había ido de viaje como ella tanto decía. Pero una semana después, mi madre y yo fuimos al mercado y allí vimos a Claudia vendiendo patatas en una esquina. Aunque sé que me vio, volteó el rostro para que no la viera. A su lado había un señor muy simpático que parecía su padre:

_¡Lleve patatas, señora! -dijo humildemente y en eso vi a Cludia de frente para que se diera cuenta que le había descubierto la mentira.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS