El sol casi se oculta, por lo que iluminaba a la figura casi de frente. La figura estaba un poco floja, ondulante y lenta pero con paso firme, avanzando por el vasto campo.

Era la figura de un hombre, que había estado cabalgando desde el amanecer y casi sin descanso. El día había estado espléndido, el caballero había podido tomar agua y no tuvo mucha hambre. Prefirió no comer, para economizar los recursos lo más posible.

Desde hace unos días limitaba sus pensamientos a los estrictamente necesarios, evitando así la inquietud, reemplazando su ansiedad inicial por la calma mental y eso lo lograba concentrándose en su alrededor. Eso lo había logrado con la ayuda del clima casi perfecto y del paisaje que le ofrecía la sabana.

Fue por esto que cuando llegó a su destino, apenas se dió cuenta y fue por la gran lápida con la que casi se tropieza su caballo. Al verla, incluso estando sumido como en un trance, paró la caminata de su caballo al instante; allí estaba, su destino final. Al menos el destino final de esta etapa de su vida.

Allí estaba ante él, la gran roca que él junto con sus compañeros pudo poner en esa posición, la roca que él talló con la dedicatoria a su maestro, muerto ante manos enemigas. Sus hermanos de batalla y él juraron venganza por él, el mismo día que lo sepultaron.