En mi mente de hombre todavía existen algunos recuerdos, de una etapa de mi vida que quisiera atesorar eternamente por el resto de mis días. En ellos, surgen las imágenes de mis amigos, hechos un amasijo de suciedad rodando entre valles y colinas, entre columnas de roca y arroyos que parecían no tener fin.

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Ellos y yo, sin consciencia de nuestra insignificancia humana, con manitos grises, a veces negras, como sombras graciosas que pintaban las calles. Daba igual su apariencia, nos ayudaban a trepar por las rocas que más nos gustaban y al final del día, no había nada mejor que merendar con pan de mamá, después de aclararnos un poco las manos con agua de río.

Cuando nos cansábamos de correr, tomábamos los dados de uno de ellos y jugábamos a quién tendría más suerte de todos, siendo el pan de mamá nuestro premio favorito. Luego de eso, normalmente nos ordenaban de mala gana que nos quedáramos quietos porque si no, un monstruo nos devoraría el estómago desde dentro y ya no podríamos volver a jugar. Sólo por eso nos quedábamos ahí, sería muy triste dejar nuestros juegos de esa manera.

Más de una vasija fue rota producto de nuestras travesuras y más de una vez tuvimos que hacer alguno que otro oficio para compensar algún desastre provocado durante una de nuestras muchas carreras, donde casi nunca salía victorioso. El perro de la cuadra nos acompañaba y normalmente ganaba, por supuesto, un pedazo de pan.

En mi mente de hombre todavía existen algunos recuerdos, de una etapa de mi vida que quisiera atesorar eternamente por el resto de mis días. Recuerdos de mis amigos y nuestros pies descalzos rodando por los caminos, por todos los caminos. Ellos y yo, ahora lejanos, parecen estar tan cerca cuando los traigo de vuelta a mi memoria, como si fuera ayer que jugamos a los dados en nuestra pequeña calle, en nuestra pequeña vida.