Llegó mayo y el araguaney se vistió con su traje más elegante. Sus flores amarillas como el sol lo hacían ver reluciente en el extenso valle de San Bonifacio. Aún con las pocas lluvias, que habían caído, el pasto estaba verde y el ganado rumiaba sin césar. Era martes y el tercer día del mes. La fiesta de Cruz de Mayo celebraría la buena cosecha por venir y la algarabía se adueñaba de la tarde. La escalera del altar tenía orquídeas en cada uno de sus siete peldaños. ¡Todo estaba listo! Empieza la fulía.

Las madrinas se vistieron con sus faldas tradicionales y adornaron sus cabellos con flores naturales. Los padrinos con sus pantalones de vestir y camisas manga corta no les faltó el sombrero de cogollo en su cabeza para quitárselo, en gesto reverencia, al estar en frente de la Santísima Cruz. En parejas, como se hace siempre, el madero fue colocado en el último peldaño. Luego, las velas fueron encendidas y las ofrendas fructíferas entregadas. Las alpargatas en los pies de los vecinos parecían tener pica-pica y las piernas empezaban a moverse esperando el baile de joropo oriental.

Pero antes había que cantar los galerones y repartir el carato de mango, que misia Carmen Jacinta había preparado para la ocasión.

El Turpial aquí presente
vino a saludar a la cruz
que nos guía con su luz
en todo nuestro oriente.
La alegría es evidente
y solito sale el cantar
para los versos rimar
querida Cruz bendita
con devoción infinita
me inclino ante tu altar.

Terminado el saludo de los decimeros se volteó la Cruz para así iniciar la mejor fiesta que reunió al araguaney, la orquídea y el turpial en un mes de mayo muy especial.