_{Portada diseñada en PowerPoint/ Imagen propia/ F}

---

En mi pueblo, desde que nací, siempre estuve rodeado de árboles, tanto los que nos ofrendaban sus frutos -mangos, ciruelas, tamarindos, poma lacas, mamones y muchos otros- como los que nos ofrecían su providencial sombra. Entre estos últimos existía un framboyán, en la parte amplia que estaba al frente de las casas de la vereda principal, donde todos los muchachones de ese entonces acudíamos a jugar, después de regresar del colegio y a cualquier hora en tiempos de vacaciones.

No estaba solo ese framboyán, a su alrededor había otros árboles grandes que le ayudaban con la creación de un cielo vegetal que no permitía que los rayos del sol penetraran directamente y detenía la lluvia, mientras esta no se convirtiera en un estruendoso chaparrón. Sin embargo, era debajo del framboyán donde estaba el suelo más liso, más amplio y más plano para jugar pichas -nadie les decía metras y mucho menos canicas- además su robusto tronco era ideal para que sirviera de base cuando nos divertíamos con el escondido, el fusilado o el gárgaro.

El framboyán mantenía sus hojas verdes durante casi todo el año, pero llegaba un momento, sobre todo en el mes de mayo, en que se deshacía por breve tiempo de ese follaje para vestirse con el grato escándalo de sus flores rojas. La sombra que proyectaba hacia abajo tenía también esa tonalidad y luego el suelo se convertía en una alfombra de grana, debido a los pétalos que se desprendían de sus coloridos ramilletes. Con los pistilos de esas flores nos inventábamos nosotros un simple e ingenuo juego al que llamábamos "gallito": cada quien tomaba uno con los dedos y los enfrentábamos; al que se le desprendía la minúscula protuberancia que estaba en la parte superior resultaba el gallo perdedor.

Después de la floración, brotaban entonces los frutos largos y aplanados que nos servían de espadas para entablar épicos combates que se prolongaban hasta que uno de los contendientes lograra romper o inutilizar el arma de su adversario. Cuando estaban secos, funcionaban también como instrumentos musicales, ya que sus semillas sonaban como unas maracas y fueron muchas las ocasiones en que, acompañados con un tobo que fungía de tambora y cualquier otro objeto metálico que produjera los tonos agudos, formábamos una parrandera algarabía.

Hoy me detuve a pensar que por todos esos recuerdos de mi feliz infancia me atraen tanto los framboyanes. Cada vez que observo uno florecido, le tomo varias fotografías y me encanta pasearme por las áreas verdes de mi querida Universidad de Oriente, porque en todas ellas puedo encontrarme con el atrayente rojo de estos árboles florecidos en la época en que comienzan las lluvias. Al emblemático framboyán que marcó mi niñez, en cambio, nunca pude retratarlo, pero se encuentra impoluto en mis querencias de ese pasado en que comenzó a forjarse el ser humano que ahora soy.

---

---

---

---

---

Invito a los amigos:
@miviki,
@marianri y
@lirvic

---

_{Nota: Todas las imágenes donde se encuentren los framboyanes pertenecen al autor y fueron tomadas con la cámara del teléfono móvil, modelo: Samsung SM-A135M.}