El inmortal de Riohacha

Era el 2 de octubre de 1828; Colombia la Grande se hallaba en desorden total, Bolívar se había eregido como Dictador luego de la convención de Ocaña, en un intento por salvar la unión; Páez en Caracas se negaba a obedecer y Santander se mantenía al filo de las leyes en aras de promover una federación. El 25 de Septiembre del mismo año, un intento de magnicidio contra Bolívar intensificó la violencia y la persecución. Algunos conjurados fueron capturados, otros lograron escapar. Detenido Santander y conmutada su pena por exilio. Pero entre ellos, un gran héroe pagaría por un crimen del cual jamás estuvo enterado; El Almirante José Prudencio Padilla.—Almirante, despierte, en una hora salimos. —Dijo un joven soldado, despertando a José Prudencio Padilla. A su lado, una tinaja llena de agua, con la que lavó su cara, su boca y sus manos, se asomó a la ventana estirándose con un largo bostezo. Hacía buen sol, rememorando aquellos días de glorias en altamar; con un sol abrasante torturando en medio de temibles batallas Abrió un pequeño y ruido armario, extrayendo su uniforme. Se puso el pantalón, luego sus botas negras, un poco desgastadas. Cambió su camisa por una blanca de botones, impecable por demás, por último, la guerrera azul con sus charreteras no tan doradas. Frente al espejo, poco a poco se abotonaba, la cicatriz que le partía su ojo derecho se mantenía inerte y perenne, era la prueba de tantos combates y tanta guerra. Botón a botón, recuerdo tras recuerdo; Trafalgar, Cartagena, Los Frailes, Guárico, El Orinoco, Riohacha, Santa Marta, la noche de San Juan, Maracaibo…«Carajo, ni un peine hay aquí». Criticaba al ver sus cabellos. «Bueno, medio chicharrón, ventaja que tenemos los marrones con el cabello». Pensó mientras reía solo, mulato pelo chica, alto, espaldón y con sangre india y negra. Todo lo que necesita un guerrero del Caribe.—Soldado, ¿y es que acaso a este condenado se le negará un último desayuno? —Gritó con atorrancia. El jovencito sólo negó con una mueca tímida.—Bah, aparte de tiranos, avaros. —Murmuró. —Falta mi sable, pero imagino que no me dejarán llevarlo. —Unos pasos trastocaban a lo largo del pasillo, la escolta venía en busca de José Prudencio.—Mi General ¡Es hora! —Dijo el Sargento que comandaba presentando sus respetos. En pie y orgullosamente uniformado, Padilla les siguió echando un último vistazo a la que había sido su última compañera; aquella alcoba. Al bajar, se encontró con el padre Margallo junto a otro padre a quien no conocía, acompañando al Coronel Guerra, que también sería ejecutado. Saludó al padre mientras los soldados le ataban las manos a la espalda. Luego empezó la marcha camino a la gran plaza de la constitución, en la fría Bogotá. El Padre Margallo conversaba con el Coronel Guerra quien se hallaba afligido y cabizbajo. Mientras marchaban por la calle, en el marco de una puerta, un borracho tirado y con botella en la mano, sucio, de largas barbas, mocho de una pierna y con un solo diente, soltó una carcajada.—¡Viva Felipe II! ¡Viva el Libertador! ¡Viva España! —Gritaba entre risas dementes y etílicas. Por su acento peninsular, pareciera haber sido algún soldado español que quedó loco en estas tierras. Algunos le vieron mofándose de sus disparates, otros ni le prestaron atención. Padilla soltó una carcajada con disimulo. «Pobre loco». Pensó.

La Plaza, amplia y hermosa, se encontraba repleta de soldados bien uniformados, aquel ostentoso despliegue de fuerzas intentaba demostrar poder, firmeza y sobre todo, llevar terror a futuros conspiradores. La caballería formada frente a la Catedral, mientras los batallones Vargas, Tiradores, Granaderos y Bogotá formaban cuatro grandes cuadros con espacio entre ellos, dejando un pasillo humano por el cual pasaría el rictus de los condenados. Las campanas de la Catedral redoblaban en fúnebre composición, poca gente de Bogotá había asistido, cuando mucho, un pequeño grupo de curiosos, entre ellos los hermanos Padilla y Anita Romero. Los muchachos estaban vestidos con ruanas y sombreros, para aguardar las apariencias y no ser reconocidos, y su hermana Magdalena con la sencillez de siempre. Anita, el gran amor de Padilla, lucía un vestido negro con sombrero, guardaría su luto por aquel que fue su gran amor. Margallo conversaba con Guerra, reflexivo y en actitud serena, Padilla venía acompañado de otro sacerdote, que rezaba a su lado. El Almirante se hallaba erguido y en paz consigo. De a ratos, recordaba la última marcha del General Piar en Angostura, la cual tuvo que presenciar en un mismo mes de octubre, hacía ya 11 años. Veía entre los soldados; algunos jóvenes con mirada fija al frente, otros conocidos con lágrimas foráneas y otros tratando de contener su rabia.«Buenos muchachos». Pensaba.

Aquel cortejo final dio la vuelta a la plaza mientras los batallones presentaban sus banderas. Los soldados, mezcla entre neogranadinos y venezolanos, presentaban armas al paso de los sentenciados, y es que en toda la Gran Colombia se conocía de las proezas y la fuerza del Almirante José Padilla, el hacedor de imposibles, el que demostró que siendo negro también se podía llegar lejos, el que llevó esperanza a todos aquellos marrones que no podían aspirar a más. El cortejo llegó hasta los banquillos, más atrás, dos postes de madera para los futuros fusilados, de donde colgaban dos sogas, para luego de tirotearlos, colgarlos como vulgares ladrones.—¿Está listo? —Preguntó Margallo a Padilla con tristeza en su alma.—Sí, estoy listo. —Dijo mientras requisaba entre la muchedumbre, —¿mi gente vino? —Preguntó.—No Almirante, no vinieron, no se atrevieron. —Respondió mientras en su mente pedía a Dios perdón por aquella mentira. Lo mejor para José Prudencio era no sufrir sabiendo que aquellos a quienes más amaba presenciarían aquel acto atroz.

El secretario dictó en voz alta la sentencia a los condenados. José Prudencio no prestaba la menor atención a toda aquella cháchara, solo recordaba aquel sueño tan bonito que había tenido con su madre Lucía.«Mi Capitán Churruca, don Pedro, mi Almirante Brión: pronto estaré con ustedes. Saben muy bien que soy inocente»—¡Cúmplase! —Concluyó el secretario. De inmediato, dos Sargentos se acercaron a los acusados, uno con el Coronel Guerra y el otro, un muchacho enclenque y delgado, con Padilla. El muchacho empezó a degradar al Almirante, quien no le quitaba la vista de encima. Comenzó por sus charreteras y sus condecoraciones.—Trátalas con cuidado. ¡Esas me la dio la Republica, no Bolívar! —Dijo en tono burlón. Al terminar, el Sargento procedió a quitarle la guerrera, sin lograrlo ya que Padilla estaba amarrado.—¡Muchacho torpe! Desátame para que puedas quitármela. —Dijo. Ya en camisón con el pecho al aire, el Sargento le fue a vendar los ojos, pero Padilla se rehusó, recordando la actitud de Piar en Angostura.—¡Yo te voy a enseñar cómo muere un General de la República! —Dijo al muchacho. Una escuadra de fusilamiento se postró frente a ellos. Los redoblantes empezaron a sonar. Los hermanos Padilla veían aquel horroroso espectáculo agazapados entre la minoritaria muchedumbre. Magdalena lloraba desconsolada en brazos del “Capitancito” José Antonio, Francisco soltaba lágrimas llenas de rabia e impotencia. Anita se encontraba estática, fría, aunque por dentro era un millón de pedazos rotos, una lágrima rodaba por su mejilla, aquella misma lágrima llena de nostalgia que escapaba cada vez que le tenía que ver partir al fuego del mar y la guerra. Esta vez sabía que sería la última despedida, el último adiós. Él nunca volverá. «Lo amo mi marino… lo amo». Pensaba mientras su corazón se derrumbaba. Los redoblantes pararon, una descarga sonó en toda la gran Colombia y retumbó en todo el mar Caribe. El Coronel Guerra murió en el acto, pero Padilla, con sangre en el pecho y brotando por su boca, se negaba a morir. El cielo se había nublado y un millón de recuerdos pasaron por su mente en cuestión de segundos: Lucia, sus hermanos jugando en la barcaza, su padre, el Maestro Andrés reparando una lancha, la bella playa de Riohacha, Las trillizas, Pabla, El San Juan Nepomuceno, Churruca, Moyúa, Trafalgar, Morillo, Bolívar, don Pedro, el hambre en Cartagena, El Neptuno, Piar, Brión, el Orinoco y sus atardeceres, Angostura, su odio por Antonio Díaz, Margarita, el maldito Montilla, su ascenso a General, su flota orgullosa, la Barra, Maracaibo, la gloria de la batalla, las mujeres que amó, su Anita, una y mil veces su Anita… Un grito partió el firmamento, cual Catatumbo en el lago.—¡COBARDES! —Gritó con la misma furia con la que su flota sepultó en santuario marino la última resistencia del poderío español. Una nueva descarga acabó con su vida.

Poco a poco las gotas empezaban a caer. Los militares, neogranadinos y venezolanos por igual, para molestia de los fieles a Urdaneta y Córdoba, pasaron frente a los cuerpos presentando sus respetos, sin prestar atención a las lágrimas del cielo que caían con furia sobre la sangre de José Prudencio. Los Padilla y Anita no quisieron ver más y se retiraron del sitio. Unos presidiarios fueron obligados a cargar los cuerpos y colgarlos en las horcas, la lluvia caía a torrentes mientras la sangre se mezclaba con el agua. Margallo se acercó y viéndole reflexionó:«Agua José Prudencio, el mar vino a ti a través del cielo… Usted no solo derrotó a los españoles, también derrotó a uno de los peores enemigos de la humanidad: el prejuicio. Descanse en paz… Mi Almirante».

Juan Carlos Díaz Quilen

El inmortal de Riohacha(Extracto de “El Almirante”) Obra de mi autoría.

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