La muerte me otea, como una mosca que zumba repetidamente en la oreja de un zorro cuando baja al matadero del pueblo. Gustaba de saborear lo amargo, por eso estaba conforme entre las fieras. Pero, llegó la hora de las dentelladas de ambas partes.

Rodar por una duna cerca del mar, fue lo más absurdo que me pudo pasar. Defecado.

Escuché el sonido típico de las despedidas, luego debí quedar inconsciente secándome expuesto al sol sobre las arenas del desierto. Mi muerte la consideró un hecho consumado mi camarada, dejándome atrás. Con más suerte que yo, se escurrió dentro de la zorra cuando le pasaba la lengua, para reanimar sin conseguirlo a su compañero.

El zorro de la pata quebrada, victorioso y tambaleante, se acerca a la compañera del vencido. Percibe su contracción, ambos tiemblan. El macho en alerta, espera el momento del coito.

Ella, postrada a poca distancia del cuerpo caído, observa como lo sepulta la cálida brisa.

La hembra de pelambre grisácea, jadea angustiosa desde la levedad del montículo. Mira a su alrededor y todo permanece igual.

En su interior, avanza el nuevo huésped. Desde que se fueron los humanos, habitar en el lóbrego intestino de la zorra, era su suerte. Se retuerce de manera acompasada, por aquella Babel sin término. Helminto, tiene la certeza de compartir la misma nada de su anfitriona.