La sonrisa que mantenía en su cara había aparecido minutos atrás, custodiada por manchas carmesíes y un recuerdo vívido que su mente no dejaba de reproducir. En su vestido, antes pulcro, se habían dibujado flores de charco. Algunas partes de la tela desgarrada aleteaban con el viento, y otras se habían convertido en colas que se arrastraban con cautela por el suelo. El mismo suelo donde iba dejando plasmada sus huellas rojas y cafés, pues sus pies estaban sucios, como su cuerpo, como su alma.

Lentamente subió las escaleras, sonriendo aún, y mientras abría la puerta de su habitación, tímidas lágrimas asomaron por sus párpados. Avanzó en una oscuridad que parecía esconder monstruos, pero no tenía nada que temer, porque sabía que ella misma era uno de ellos. Se detuvo frente a la ventana, y los rayos de luz perforaron las sombras. Para ese entonces su sonrisa ya estaba menguando, pero no su dolor.

En posición fetal, se acostó en su cama, sin parar de temblar. Colocó el cuchillo encima de la almohada que estaba abrazando y cerró los ojos. Su venganza estaba consumada ¡pero no desaparecía, no desaparecía esa imagen de su cabeza! Esos ojos fijos en ella, de los que la luz fue escapando. Esos labios levemente abiertos que se fueron marchitando. Si su canción de cuna iba a ser siempre los estertores de su víctima, ella se convertiría en la reina del insomnio.