La amiga @rahesi cumple este mes un año en esta plataforma por lo que se le ha ocurrido hacer un concurso que una sus dos pasatiempos: la fotografía y las historias, puedes leer más aquí.
El mismo consiste en hacer un cuento a partir de una imagen como esta.

Aquí está mi participación.

Todavía queda una brizna

Esta semana cumplirá 72 años, vive sola en una casa familiar que ha cobijado a muchas generaciones. Forma parte de una familia numerosa, pero por razones fortuitas todos han ido a trabajar lejos y se han mudado con sus respectivas familias. Ella es la tía Soledad, no se casó nunca, pero ayudó en la crianza de muchos sobrinos que la quieren, respetan, llaman y visitan siempre.

Hoy es una tarde como cualquier otra, tomará un libro y leerá un rato, quizá siga bordando en punto de cruz y al llegar la noche, antes de irse a dormir se sentará frente a su computadora a comunicarse con sus amigos y familiares. Su caja de vidrio repleta de abrazos y rostros risueños que escurren sus ojos pero sus lentes cómplices esconden la evidencia.

La vieja biblioteca engorda constantemente, pero hoy le provoca registrar en su memoria, quizá un poema añejo de aquellos de antes, donde se le antojaba caminar al lado del seminarista de los ojos negros. El libro es pesado, lo toma con cuidado y lo coloca en la mesa, pasa hojas tras hojas sin leer realmente, de pronto una brizna sin fuerza, un hilo muy fino se eleva por la brisa, apenas un hilo insignificante que logra asir con sus flacos dedos y recupera para volver a colocar entre las páginas ocres, es lo único que le queda en físico de aquel recuerdo.

Se llamaba Andrés, era el hijo mayor de una familia de extranjeros que se había mudado recientemente. Los padres tenían grandes planes para él, nunca que se quedara de semilla en ese pueblo, pero eso no lo sabía ella, que desde que lo vio, algo diferente le pasó por dentro, supo lo que era que se le entrecortara la respiración nada más escuchar su nombre y un susto constante le dominó la existencia.

Pudieron hablar varias veces y pasar los límites de las vigilancias maternas: asustados, recíprocos y con afán de acostumbrarse a aquello. Un día mientras venían de regreso de su escondite campestre arrancó él con cuidado una flor de Diente de León y la sopló riendo delante de los dos, miles de hebras felices volaron y se llevaron sus sueños. Ella se quedó con el resto guardada entre las hojas de un cuaderno.