Tomó el cincel hace ochocientos años, dijo que le pediría unos pedazos de piedra a la montaña para hacer una casa, como era casi un niño todos se rieron de él.

De la montaña al Valle donde iba a hacer la casa había un río de por medio y mucha distancia para un hombre sin mulas ni ayudantes.

Picó y talló la primera en lo más alto de la montaña, un rectángulo macizo, perfecto y pesado; no lo hizo rodar como todos pensaban, lo fue deslizando delicadamente hasta el río, allí lo montó en una balsa, atravesó el río oblicuamente, y luego, con mucha paciencia lo condujo hasta el Valle.

Cuando ya era un anciano seguía bajando sus piedras, la gente del pueblo lo veía sudar, sangrar sus manos, y solo movía su cabeza en señal de desaprobación.

–Pobre viejo, está loco –decían.

Dejó las piedras listas al frente del túnel que ya había construido, solo faltaría armarlas, apuntalar el túnel como un gigante rompecabezas; así como lo tenía dibujado en la entrada.

Pero para eso necesitaría cien años más, y ya él tenía ciento diez.

Murió el anciano, y las piedras quedaron allí, esperando ocupar su espacio en el universo.

Un día otro muchacho del pueblo comenzó a jugar junto a las piedras, entró al túnel, vio el plano y un mensaje que decía:

“Esta es tu casa, mi casa, la casa de todos, ven, pon tu piedra”.

El muchacho buscó a otros y comenzaron a colocar las piedras, se hicieron viejos, y los hijos de sus hijos continuaron con el trabajo y así terminaron la casa del viejo loco.

Cuando el río invadió el Valle y todos quedaron sin casa y temieron morir de frío, la casa de piedra del viejo del Valle fue la casa y la salvación de todos.

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