Invisible. Un cuento en tres partes

Allí estaba yo, luchando por girar la llave sin que se rompiera. No recordaba que el mecanismo hubiera fallado antes. Pero igual no recordaba mucho.

Atribución: Vitol Muratov (2018) - Imagen para libre uso comercial, bajo Licencia CC4.0

Lo que había pasado, cómo me lo quitaron todo, todo lo había olvidado. Aunque estaba tan perdida que no podía pronunciar mi propio nombre, sí recordaba que tenía una hija y un nieto. Sin embargo, los recuerdos se mezclaban de tal manera con mis fantasías, generándome tanta confusión, que dudaba hasta de las pocas memorias que poco a poco volvían a poblar mi cabeza.

Es 2 de enero, así que hay poca gente en la calle. La vecina me ve intentando abrir la puerta de mi casa. No la reconozco, pero ella a mí sí. Me dice que pase rápido, mientras me hace señas para que entre a su casa. Me advierte con voz baja que no me quede allí, que no deje que me vean. Pienso que después de todo es conocida (aunque mi conciencia no lo sepa aún), así que obedezco —no sin la debida aprensión y la sensación de alerta que no había abandonado desde que hube despertado de la sedación y pasado el efecto de los analgésicos.

Había despertado sola en una habitación del Hospital Central. El personal era más escaso que nunca —y se habían vuelto aún más indolentes. Qué tanto llevaba recluida no podía recordar. Salí hacia el pasillo y estuve un rato en una de las salas de espera, tratando de recomponerme. Hablé con un muchacho pálido y asustado; estaba muy malherido, pero al menos ya no tenía dolor.

Las imágenes llegan a mí a cuentagotas, mientras el presente transcurre a una velocidad que, con poco éxito, me esfuerzo por seguir.

A blind woman in her room, de Anna Ancher (1883) - Imagen del dominio Público

Diminuta y anciana, la señora me sorprende con un firme apretón por el hombro y me empuja hacia dentro. Yo llevo una blusa de chiffon estampada en naranjas y amarillos llamativos, que milagrosamente no se queda pisada con la puerta, la cual se cierra tan rápido como silenciosamente. Te reconocí por la blusa, me dice. Detallo sus ojos velados por las cataratas. Pensé que era Mariana, pero luego recordé que había muerto, así que tenías que ser tú. Yo la observo fijamente y veo mi propia ceguera en sus pupilas blanquecinas, inútilmente atentas a todo.