Extrañar. Un cuento

in #fiction5 years ago


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Me dice que hace tres meses no ve a su marido, que la última vez el mar estaba picado y las cabañas no habían venido a la orilla en la madrugada, como si algo malo las esperara en la orilla. La noche anterior a ese día en que Mario de la Cruz partió por última vez amaneció tarde y hubo en la primera luz un albor polarizado que evocaba sueños de mar, de esos de cuando uno ha pasado mucho tiempo en la montaña y se ha embriagado con recuerdos de la costa y de la brisa salada. Pero entonces Estela no lo sabía.

Le pregunto si su marido vive y me dice que tal vez no, que no sabe, que no le interesa tanto como creía, que después de un par de años una mujer aprende a no esperar a un pescador, menos a un marino y Mario de la Cruz era ambas cosas y, además, un mujeriego. Pero sí extraña la playa y el rancho, extraña la libertad que pensaba que tenía y las tumbas de sus hijos pequeños. Ahora está en la ciudad, tratando de deslastrarse de un pasado de tristezas y añoranzas. A lo lejos se dejan ver montañas inmensas que empiezan a cubrirse de nieve; el verde aún es mustio y el viento sigue perdiendo humedad. Está muriendo el otoño y ella trata de sentir pena por eso.

Aún le sorprenden los tonos cobrizos de la tarde, la imponente figura de los árboles gigantes que no conocía antes y que aún no puede nombrar y que no le recuerdan a nada más que ese mismo lugar, como si su vida se hubiese resumido al valle que enmarcaba aquella biósfera inédita en sus pensamientos. Estas escenas han remplazado en su mente muchos  recuerdos de la ranchería, como la vez en que fue lo suficientemente débil o fuerte para negarse a parir más hijos. Eran suficientes hijos, aún cuando una resaca le había arrebatado de un solo golpe a los cuatro pequeños.

Ocho comidas diminutas al día; una cada dos horas. Medicinas, muchas medicinas, con incontables fórmulas e itinerarios. Un baño con agua de sales cada dos días y baños secos a discreción del doctor, quien también vive en la casa —en una habitación mucho más grande, claro, y con su propia asistente—. Toda la estancia huele a esos sitios donde visita la muerte, a hospital, a cementerio; a la casa de su madre, donde llevaron a sus hijos mojados y sin respirar. Me dice que aún no se acostumbra, que quiere volver a pesar del dolor, pero no sabe si alguien la espere. En el rancho el tiempo pasa muy rápido; la gente nace y se muere o se marcha; quién sabe si sería el mismo sitio que dejó. Sus hijas ya tenían sus hijos y con los varones que le quedaban no podía contar.

A pesar de las memorias desoladas, de vez en cuando Estela maldice el día en que se dejó convencer por aquellos visitantes. En un intersticio de sosiego, se recuesta en su cama suave y perfumada, abre la caja donde tiene todos los pagos en efectivo que ha recibido por cuidar al anciano; no reconoce el papel moneda, no sabe cuánto es. El buen doctor dice que solo con eso podría comprar una casa pequeña y que una vez que termine sus servicios, tendría tanto más como para vivir sin trabajar por un par de años, dice que quizá quiera ir a la escuela, aprender bien el idioma. Estela contempla el cofre de madera repleto de dinero y rompe a llorar desconsoladamente; piensa en la desgracia que es tener solo dinero y, además, tanto.



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excelente escrito, me gusto mucho. Saludos

Muchas gracias por leer mi cuento y dejar tan agradable comentario, @joelsegovia :)

¡Saludos!

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