Al despertar esa mañana, Barbazul se encontró en su lecho convertido en insecto. Levantó un poco la cabeza y contempló su miembro oscuro, prominente. La colcha había caído al piso. Miró hacia la ventana. Llovía. Se sintió ligeramente irreal y plácidamente erecto… pero no podía abandonarse a la fantasía del sueño… Debía ocuparse de su mujer. La golfa había tentado sus reliquias.
Como las otras, no había podido resistirse al fisgoneo.
Días atrás había viajado. Nada le había negado para aliviar su ausencia: visitas, manjares, diversiones... Solo estaba prohibida la habitación de sus tesoros. Al día siguiente ya había desdeñado la orden marital. Lo sabía porque la pequeña llave que los guardaba le susurraba, cercana, con su voz antigua, y sus esposas difuntas lloraban desde sus huesos y sangre la vergüenza de haber sido expuestas a los ojos de la esposa viva. Le rogaban que las volviera a matar.