Feliz cumpleaños

Apagaría la vela número cuarenta y sonreiría con fingida felicidad a sus familiares más cercanos quienes, a fin de cuentas, eran los únicos que recordarían su onomástico.

Cortaría porciones del meloso pastel y, con torpeza, como cada año, los iría colocando en los platitos que su hijo entregaría en manos de quienes, sentados alrededor de la mesa, estarían esperando con las bocas hechas agua y los ojos atentos. "El mío con una fresita". "El mío sin crema". "El mío grandecito".

Se levantó cuando la alarma repitió después de la tercera pausa y decidió rehuir el encuentro con su imagen en el espejo del baño. Lo esquivó varias veces pero, al final, le saludó a la imagen. "¡Feliz cumple, vale!" Sonreír, trabajar, comer, sonreír.

"¡Feliz cumpleaños!".- le saludó una voz masculina cuando contestó su primera llamada telefónica del día.

"¡Ernesto, te acordaste! ¡Gracias!"; alcanzó a decir.

Realmente esperaba su llamada. El fingido asombro sólo delataba su ansiedad.

"¡Claro! ¿Cómo crees que lo olvidaría?".- respondió enseguida el hombre.- "¿Nos podemos ver esta noche?".

"Esta noche es noche de pastel, de hapiverdituyu, ¿sabes, no?".

"Sí, pero si me regalas unos minutos y después vas con ellos".

"Será difícil zafarme... Hoy prácticamente me secuestran. Todos notarán mi ausencia. Conocen al detalle mi horario... ¿Mañana?".

"¡Seguro!".- dijo enseguida.

Lo había conocido hace apenas unos meses. Dos, quizás tres. Ernesto era el modelo de hombre ideal: un autodidacta que había leído mil veces las montañas de libros que ella, a pesar de su nivel académico, ni había comenzado. Sin embargo, él se ganaba la vida con algo para lo cual no necesitaba mucha formación literaria. Era sastre. Vivía confeccionando hermosísimos e impecables trajes para caballeros. Trajes que él nunca lucía. Esa labor lo mantenía prácticamente encerrado en su taller pues tenía muy buena y abundante clientela.

Se conocieron, como casi todo el mundo, por purísimo azar. Ella debía ir a una mercería a comprar unos accesorios para un traje de carnaval que le mandó a confeccionar a su hija menor. Cruzaron sonrisas y miradas.

"Parece raro".- pensó al verlo. "¡Claro que es raro! ¡Está eligiendo hilos y botones! ¡Es uno de los que compiten cada año por el premio que otorga la Alcaldía al mejor traje de carnaval!

Cruzaron números telefónicos. Compartieron un café la semana siguiente.

"No, no soy gay. Soy sastre y me gustan las mujeres. Sólo las mujeres".- aclaró él cuando tuvo la oportunidad.

"¿Casado?".

"No. Soltero de toda la vida pero sólo porque te estaba esperando a ti".

"¡Ah! Y mientras tú me esperabas yo sí me casé y tuve dos hijos".

"Eso me pasa por no salir nunca del taller".- dijo con evidente tristeza.- No pensé nunca que mi dama estaría en brazos del..."

"Y me divorcié".- agregó ella.

Esa tarde salió temprano del trabajo. Presentó una excusa que su jefa aceptó de inmediato. Esa expresión de dolor no podría ser lograda ni por la mejor actriz si no fuese auténtica.

Se miró largamente al espejo y lloró. Lloró abundantes lágrimas. Lloró con quejidos profundos. Se sentó en el piso del baño. El teléfono repicó en su bolso. Se sonó la nariz. Se limpió la cara como si quien llamara fuese a verla y contestó sin ver bien la pantalla porque las lágrimas que aún se asomaban se lo impidieron. Contestó con el tono más feliz que pudo extraer de su alma:

"¡Hola!"

"Aun estoy esperando a ver si podemos compartir unos minutos".

La voz de Ernesto grave pero suave la desconcertó.

"Sí".- respondió y se arrepintió de inmediato.

"Quiero darte un regalo especial".- prometió aquel.- Mi amor.

"¿No será demasiado?".

"No tengo otro destinatario".

"Iré a recibirlo, entonces".- aseguró y comenzó a arreglarse.

"Hoy es mi cumpleaños. Hoy puedo hacer lo que quiero. Hasta podría ser infiel".

No le agradó el lugar del encuentro pero la compañía era inmejorable. Por lo menos dentro de su catálogo de opciones no había ningún candidato mejor. En la penumbra miró su rostro con una atención que jamás le había dedicado. Era hermoso en verdad.

Acarició sus hombros que estaban desnudos, pues, al entrar en la habitación él se había despojado rápidamente de su sweater. Su piel era suave, tersa, adornada con muchos lunares. Y ella la besó repetidas veces. Los labios de él le buscaron la boca. Su lengua entró de inmediato, con brusquedad y hurgó en su interior.

La invitó a la cama.

La despojó de toda la ropa y enseguida la penetró con su miembro, con ímpetu, con energía, con verdaderas ganas.

Ella se aferraba a los hombros varoniles. Lo sentía moverse sobre su cuerpo. Su miembro, de buen tamaño y firmeza, entraba y salía sin compasión. Le oyó gemir. Fue un sonido profundo, ronco y prolongado que anunciaba la llegada del orgasmo. Corrió al baño al verlo dormido. Pero el sueño fue fugaz.

"¿Qué haces?".

"Pues, bañándome".

"¿Nos vamos?".

"Sí. Es tarde".

Apagó las velas. Todos aplaudían reían felices. La madre quiso hacer un brindis.

"¡Por Esperancita, claro!" .- dijo elevando su copa.- "Que Dios, este mismo año, le permita encontrar un soltero intelectualón y buenmozo".

Vomitó.

Al día siguiente la despertó el timbre del teléfono anunciando una llamada. Una de las muchas llamadas de Ernesto que nunca más contestaría. Otra de esas llamadas que le hacían recordar que podía ser infiel a todos menos a sí misma.