Los griegos están locos. Al menos los antiguos. Con esto quiero decir los antiguos griegos, por supuesto. Tampoco es que yo suponga demasiado. En realidad sólo he supuesto una o dos veces en mi vida.

Ahora que lo pienso han de ser dos; si fuesen tres me prolongaría demasiado. Lo más probable es que hayan sido cuatro, pero dos bastan. El dos le sigue al uno. Por ende es mejor. Al menos esa lógica me aplicaron mis viejos cuando nació el otro carajito. Lo mismo que la quinta sobre la cuarta según Telesur, ¿no? En fin, dos suposiciones. La primera consiste en una mirada, que me llevo a una consideración equivocada, y luego a una cama qué también. La otra era la suposición casi romántica, grito de libertad de un poeta de poceta. Al menos eso me decía a mí mismo mientras me desintoxicaba.

¿Qué diferencia había entre Perseo saliendo de un laberinto, y yo mismo escapando de las fauces de un cíclope cuyo apellido era dictadura y su nombre realidad?

En tantas ocasiones he tenido que librarme de su petrificante mirada, muchas de ellas sin cuerdas, ni Ariadnas, ni el laurel que la plebe les concede a los semidioses usualmente. Y en tantas ocasiones he tenido que llorar héroes dignos de la divinidad, que en cambio como premio, obtienen un titular, una tumba, un grafiti, y con suerte una canción. E indiscutiblemente el llanto religioso de una madre que no deja de extrañarles.

¿Estaban los griegos locos por convertir en héroe a un tipo que huyó de un monstruo que no existe?, o ¿somos nosotros demasiado sibaritas e inhumanos como para convertir en héroe solo aquel que muere en la más míseras de las circunstancias?

¿A quién le importa por qué los griegos están locos?

Y ¿por qué estoy hablando con una luciérnaga?