El insecto humanoide y gigante se hallaba a plena vista, inmóvil sobre el alambre de espino del cerco perimetral, aproximadamente a diez metros del módulo donde me encontraba. ¿Qué sentí? No estoy segura. ¿Qué hubieras sentido tú? Era una enorme criatura negra, un híbrido obviamente, de aproximadamente dos metros de alto. Temía que saltara hacia dentro en cualquier momento; en una hipótesis más feliz, desplegaba sus alas de cucaracha y se marchaba a acribillar algún pueblo cercano donde algún campesino lo mataría de un escopetazo; y así yo quedaba a salvo y en el olvido —como siempre.

Si me atacaba, estaba perdida, ya que estaba sola y desarmada —y paralizada—. No paraba de pensar que definitivamente no se suponía que terminara allí. Acababa de cumplir sesenta y estaba en precaria condición física luego de pasarme los últimos veintiún años en un laboratorio militar, evitando la luz del sol y los hombres groseros del campo. Cada pensamiento que cruzaba mi cabeza era más avieso y limitaba aún más mi capacidad de movimiento.

No sé qué sentí. No era miedo; había visto mucho ya y tantas atrocidades habían matado mi capacidad de asombro y algo de mi instinto de supervivencia “real” se había entumecido; mis aventuras ocurrían en la Tierra Media, bajo el océano o en reinos lejanos, en ciudades perdidas. Fuera de eso, solo caminaba dentro de la caverna y hogar que era el laboratorio de mi empleadora: dos pisos de 20 metros cuadrados cada uno.

El sol brillaba blanquísimo aquel mediodía en que se presentó el evento. No podía entender como esta criatura evidentemente nocturna, estaba allí a las 12:15 p.m., al aire libre. ¿Qué cosa inimaginable la había hecho lo suficientemente confiada para mostrarse? —Confiada o desesperada.

Después de examinarla desde una distancia más cobarde que prudencial, recordé el experimento del gato cuántico de Cheshire, ese efecto en el que se aislaba una propiedad de un protón: la sonrisa del gato sin el gato. Mi mente extrapoló arbitrariamente este conocimiento a un análisis de la situación que se presentaba ante mí: este engendro era lo abominable desprendido de su abominación, una sombra, ahora una entidad en sí mismo. Tendrían que verlo; no era totalmente material, pero no llegaba a ser un espectro.

El laboratorio principal está cerca, hecho cenizas. Anoche cada científico blasfemo y estúpido se achicharró hasta el último suspiro. Seguro esta cosa había logrado escapar del incendio; tal vez lo evitó o es inmune. Todo era oscuridad y humo alrededor de la monumental llama; no lo habría podido ver.

Y todavía está allí. No parece moverse, no emite el mínimo sonido (al menos no a mi oído), pero está vivo; solo que no sabe lo que es estar vivo. Y les aseguro que no quiero estar allí cuando en ausencia definitiva de su Judah Loew, su Víctor o su Dios, descifre su aliento de vida y venga por mí, que lo quiero muerto.