Era una mañana calurosa y soleada —me acuerdo bien—, en el cielo no había ni una nube. Ese detalle aún está muy presente en mi memoria puesto que siempre jugábamos a buscar figuras de animales entre las nubes y ese día casualmente no hubo ninguno. Mamá nos entregó las cestas, una a cada una y salimos al jardín. Mi hermana como siempre derrochando alegría, saltaba y cantaba, se había puesto el vestido de lunares coloridos, esa imagen quedó colgada en mi memoria para siempre. Ambas recogíamos frutas, queríamos las mejores. Yo me dediqué a esa tarea con más seriedad y concentración, quise darle gusto a mamá con el fin que de una u otra forma valorara mi esfuerzo. Las cestas estuvieron llenas muy pronto como por arte de magia. Fue entonces cuando Anastasia se acercó a la enramada que separa el trasfondo del jardín. Allí habían crecido plantas con hojas muy grandes y un inmenso árbol de uva de playa que se erguía y luego doblaba de tal forma sus ramas que besaba la tierra que le daba vida. Anastasia solía recoger las hojas grandes y redondeadas que caían para jugar con ellas. Algunas eran rojizas cuando comenzaban a secar, otras verde claro, ella las convertía en platos y sentaba a sus muñecas en las ramas más bajas para darles de comer. Mi hermana jugaba mucho y tenía una gran imaginación —heredada de nuestro padre, según decían los mayores—, eso la llevaba a vivir con emoción sus fantasías infantiles, pero a mí esas cosas me aburrían mucho y preferí quedarme dándole de comer frutas a las iguanas y perezas que vivían en los árboles frondosos. Estaba entretenida y entregada a alimentar a una grande y vieja iguana color bronce oscuro a la cual llamaba Vetusta Morla (como el personaje más viejo de Fantasía en La historia interminable). Cuando levanté la vista mi hermanita ya no estaba, sentí algo frío que me recorrió la espalda y quedé paralizada por un instante, era temor, ansia y desasosiego. Presentí lo peor, imaginé que Anastasia podría haber cruzado al otro lado de la enramada, esa área era absolutamente restringida para nosotras porque allí estaba el depósito de las herramientas de papá y el pozo prohibido. Mi hermana lo sabía pero era una niña inquieta y aventurera. En aquel tiempo yo tenía diez años y ella cinco. Era rebelde conmigo y me costaba mucho lograr que me hiciera caso. Mi primer impulso fue regresar a la casa para hacerle saber a mamá lo ocurrido. Entonces pensé que eso le daría tiempo para hacer alguna de sus travesuras. No sabía qué hacer, además estaba el temido pozo. Decidí entonces ir a buscarla yo misma. Crucé la valla y me vi rodeada de mucha vegetación. Aún tengo presente el olor a tierra mojada, a musgo y pedazos de palos podridos por la humedad. Las hojas de los árboles eran inmensas y le restaban visibilidad al camino. Fui abriéndome paso y gritando el nombre de mi hermana. Había mucho silencio, solo se escuchaba uno que otro pájaro muy arriba en su nido sobre los árboles, entonces preferí continuar sin hacer ruido, con sigilo, para no alertarla de mi presencia. Llegué a un claro desde donde pude observar el cobertizo de papá, la puerta estaba cerrada, lo rodeé por la parte de atrás y quedé paralizada cuando vi a Anastasia parada justo en el borde del pozo. Temí asustarla y que eso le hiciera perder el equilibrio y a la vez sentí mucha rabia. Mucha rabia. Me sentí indignada por su desobediencia, supuse que aquella acción implicaría un fuerte regaño para ambas. Me preguntaba por qué tenía que ser yo la responsable de esa niña traviesa. Me fui acercando poco a poco cuidando cada paso con el fin de no hacer ruido alguno. Apartaba las ramas con cuidado y así fui avanzando hasta detenerme al lado de Anastasia. Lo que pasó después ocurrió muy rápido, como un torbellino donde no logro ubicar cada escena. Anastasia se sobresaltó por algo aun sin verme. Quizás fue mi sombra, se asustó, hizo un movimiento inesperado y desapareció de mi vista.

Tomado de Las cenizas del bastón (2017: 63-67).