Hipocondríaco

Juan salió de visitar al especialista en columna un poco desilusionado, no le había recetado nada pese a sus exhaustivas explicaciones de las molestias y dolores que sentía en la espalda desde varias semanas atrás.

Su enojo y malhumor no era solamente con este facultativo, en los últimos tiempos había tenido prácticamente los mismos resultados en sus visitas al oftalmólogo, al otorrinolaringólogo, al odontólogo y al cardiólogo. Lo único que faltaba para redondear un mes catastrófico era que el dermatólogo tampoco atendiera a esas pequeñas manchas que le habían salido en sus manos. Nadie parecía darle importancia a sus dolencias.

En su trabajo era objeto de burlas y pullas por parte de la mayoría de sus compañeros que lo tenían catalogado de “hipocondríaco”, esa fea palabra de la cual Juan no conocía el significado y tuvo que buscarla en un diccionario que consultó en la biblioteca de empleados del banco. ¡Tamaña desfachatez llamarlo de esa manera!; no había entendido completamente el significado del término pero si leyó que se refería a una región anatómica del cuerpo donde se alojaría el mal que no era otra cosa que una preocupación excesiva u obsesiva, en definitiva miedo a padecer alguna enfermedad grave.

Sus dolencias no eran una obsesión, estaban ahí, eran reales pese a que los médicos se negaban a verlas y sus compañeros no tenían ningún derecho a dudar de su palabra, solo Juan sabía lo que su cuerpo le indicaba.

Llegó a su escritorio en la sección de contabilidad en la sucursal del banco, se quitó el saco y el sombrero y los colocó prolijamente en el perchero, tenía una nota depositada sobre unas carpetas que había dejado el día anterior donde decía que el gerente requería su presencia en forma inmediata así que hacia allí se dirigió preguntándose que querría.

Mientras Marita la secretaria de la gerencia lo hacía sentar para esperar a que “el jefe” se desocupara, los compañeros de la oficina que habían organizado la broma y sabían que lo retendría el tiempo necesario tomaron el sombrero y rellenaron el tafilete con cintas de papel, dejaron el fedora negro en el exacto lugar donde lo tomaron solo que con un par de centímetros menos de circunferencia interior.

A una señal del auxiliar administrativo Marita entendió que la maniobra había finalizado y tomó el teléfono haciendo como que llamaba al gerente para preguntarle si le faltaba mucho para terminar su reunión ya que lo estaban esperando, luego de recibir supuestas instrucciones colgó y le dijo a Juan que lamentablemente ahora no lo podía atender, estaba con asuntos que necesitaban urgente solución y que luego lo llamaría. Juan volvió a su puesto con las mismas dudas que había llegado.

En el transcurso de la mañana un par de compañeros se acercaron al escritorio de Juan para preguntarle si se sentía bien ya que parecía que tenía la cara hinchada. Se sentía perfectamente, mucho mejor que en toda la semana pero la idea comenzó a rondar su cabeza, fue hasta el baño y se miró al espejo y notó que su cara parecía un poco hinchada pero se dijo que no era nada, cuando llegara a casa pediría una cita con algún especialista que tratara esos problemas.

Cuando un tercer compañero y luego un cuarto al que Juan tenía catalogado de serio y trabajador como el, le preguntó si se sentía bien ya que tenía la cara un poco inflamada, Juan no soportó más y comenzó a sentirse verdaderamente mal.

Les dijo a sus compañeros que iría hasta el servicio médico del último piso del edificio porque estaba percibiendo algo extraño y se sentía hinchado, tal como algunos le habían indicado; descolgó el saco del perchero y se lo colocó, tomó el sombrero y cuando lo calzó en su cabeza y vio que no le entraba se desmayó.

Héctor Gugliermo

@hosgug