Hace ya algún tiempo cuando leía La Ciudad de los Niños: un nuevo modo de pensar la ciudad, de Tonucci, mi Frato,pensaba que propuestas como esa eran invisibles para el que sólo saben mediar sus experiencias bajo la estrecha filosofía de vida adulta.

Hacer posible una ciudad donde los niños construyen sus reglas y hacen valer sus derechos en medio de un mundo signado por adultos, más allá de parecerme un proyecto totalmente coherente fue, para aquel entonces, ¿1996?, un sueño inalcanzable que aún hoy 2019, 23 años luego, sigue siendo una metáfora condenada a la lectura de los más ignorantes.

Sin duda Frato ha sido uno de los más prolijos autores de lo posible, desde la aparente fragilidad de los niños, para mostrarnos que lo realmente fuerte, impermeable y prístino es ese primer desarrollo moral que luego se culturiza bajo las más decadentes pautas de la mezquindad adulta.

Es por eso que la sociedad debe proteger la infancia como uno de sus más valiosos tesoros e insignes valores: una infancia resguardada de la rapiña social es un valor incalculable para una sociedad de personas domesticadas por el látigo de las rutinas, la mayoría de las veces autoimpuestas.

Estamos dormidos bajo la (re)presión adulta de los miles de compromisos, los yo debo que hemos olvidado los yo quiero. Somos adultos atrapados en el mundo, ¿separados por fuerza de nuestros verdaderos deseos o encarcelados por propia iniciativa?

Hemos aprendido de la deslealtad, de la traición a los más elementales principios que guían lo humano, somos esclavos de las apariencias y de las opiniones ajenas en deterioro de lo auténtico que nos regaló la niñez.