En las tardes de lluvia, en San Baltasar de los Arias de Cumanacoa, viejas soledosas recordamos la historia de Una y Segundo. Nosotras, vivimos protestando por el ingrávido baile de las cenizas, pintoras de nuestras sábanas blancas tendidas en los alambres de los patios caseros. Vuelan en tiempo de sequía y quema de la caña. Nuestra lavandera, muda, al azotar la ropa contra las piedras, reproduce melodías dedicadas a su hija Una. La niña retoza sobre la ropa por lavar dentro de una ponchera.

La temprana muerte de Juan, el indio que vendía el guarapo de caña, pasó como tantas. Salió a cortar las cañas chamuscadas en el sector de La Ceiba. Completamente solo en el lugar lo muerde una mapanare. En un acto reflejo, dirigió el machete y se la desprende de la pierna, le corta la cabeza en el aire lanzándola lejos. Se hizo una pequeña cortada encima del garrete, para evitar quedar cojo. Sangró poco.

Yo lo vi de lejos y pensé que estaba bailando.

Recostado de la ceiba mocha, le sobrevino la nostalgia del olor a café tostado y la fragancia de la sarrapia en su mujer. Su hijo Segundo lo encontró amortajado por una enredadera de cundeamor, allí lo enterró, talló una cruz a la altura de la horqueta del tronco, oquedad ocupada por el panal de abejas. El huérfano, eventualmente, recogía miel de allí. A unos pocos, nos curó del mal de la postergación.

La envolvente neblina señaló otro comienzo de zafra. A la hora del sueño profundo surgió un incendio, nos asomamos, las llamaradas nos dejaron perplejos. Además, la candela en vez de desplegarse a lo ancho y largo del cuadro de caña, se elevó como una columna, la vimos correr trepidante como un remolino amarillo, rumbo a las exiguas aguas del río. Eligió cruzarlo, resbaló en una laja y cayó al agua ahogando sus ímpetus.

Fue el año de las espigas níveas.

Despejado el cielo, las estrellas se recogieron al comenzar el eclipse de luna llena. Las lejanas flautas de carrizo cantaban a la memoria de Juan. Dicen que Una los miraba sonreída. Segundo alucinado, se acercó a ella. Inició la luna su beso al sol y la total oscuridad los envolvió. Se abrieron paso entre las espigas. Segundo dobló una y la coronó, los cocuyos revelaron su hermoso rostro de luna y el brillo en los ojos de Segundo. Después del evento, la calina nos obligó a todos, a permanecer encerrados.

El sigiloso incendiario colocó un tizón ardiendo en cada esquina del cuadro de caña. Un gran chubasco eliminó el asfixiante aire de la pavorosa quema. Nos contamos. El valle hizo eco, repique de campanas y llanto. El olfato de Santico el enterrador, nos condujo al lugar donde Una y Segundo estaban profusamente abrazados. Se jaló el solitario pelo del bigote, apuntó el ojo izquierdo hacia el suelo, diligente, chasqueando cada palabra aseveró: -Será que los coloco en una urna de angelitos, porque de chamuscados no tengo.