La cueva - Relato

in #venezuela6 years ago

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El jeep se agitaba y sacudía mientras avanzaba a saltos por el escabroso sendero alrededor del Auyantepuy. El vehículo, de tracción en las cuatro ruedas, gruñía y se aferraba al suelo subiendo por un erosionado terraplén, dando tumbos evitando ocasionar más daños a la vegetación en su camino hacia la cara este del cerro, mirando al valle de Kamarata y al valle de Kanavayén.

El conductor se detuvo y abrió de golpe la puerta, batida por el viento. Saltó del vehículo y estiró los músculos después del largo viaje.

— ¡Por fin! —Estiró los brazos el chófer —. Ya era hora. ¡Espero una buena paga de todo esto!
El copiloto se bajó también del vehículo y luego de un largo bostezo se dirigió al maletero para sacar una cámara de vídeo.

—Sí, bueno, a ver qué tenemos aquí.

Los periodistas estaban allí para reportar el descubrimiento de una cueva de cuarcita en las profundidades del tepuy, a unos 1500 metros por encima del nivel del mar. La expedición había sido llevada a cabo por un equipo especialista venezolano luego de que una abertura fuese divisada por primera vez en 2011 por un piloto. Miguel y Felipe, trabajadores de El Correo del Caroní, bajaron a la cueva unos 250 metros, como invitados especiales de Fabián Figuera, el espeleólogo líder de la expedición que les estaba esperando.

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Al entrar, de un paso al otro la claridad se transformó en la más completa penumbra. Había guácharos revoloteando sobre sus cabezas. Se sentía el soplo del viento. Entonces, experimentaron los reporteros un sobresalto. Fulguraron los reflectores de cascos y linternas. Ante ellos se abrió una sima. Valiéndose de un rapel, se deslizaron hacia abajo entre grietas y precipicios hasta una profundidad de 60 metros, donde se hallaba la primera plataforma. Así comenzaron la marcha hacia el submundo de una raza extraña y desconocida, de miles de años de antigüedad.

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Algunos pasillos eran estrechos y otros anchos. Las superficies eran a escuadra y las paredes lisas, como si hubieran sido pulidas. Los techos eran planos y como vidriados. No se trataba por supuesto de vías naturales. Si hay algo a lo que se le pudiese comparar con la modernidad, sería un refugio antiaéreo.

—Es como si hace millones de años Dios hubiese tomado plastilinas de colores y las hubiera amasado en este lugar —dijo con un tono vibrante Fabián.

— ¿Qué nombre le han dado por fin a la cueva? —preguntó Miguel, era quien llevaba la cámara.

Imawarí Yeutá —respondió el espeleólogo—. En lengua pemón kamarakoto significa “la cueva donde habitan los dioses de la montaña”.

— ¿Estás grabando Miguel? —Reclamó Felipe.

—Claro, es obvio…

—Hemos logrado topografiar un total de 15 kilómetros con 450 metros, aunque según mis cálculos, la cueva podría tener unos 25 kilómetros en total. Hay salas que miden 130 metros de ancho por 200 de largo —explicó Fabián para luego indicar—: ¡Ahora doblemos a la derecha!

El grupo llegó a la entrada de una sala amplia como un hangar. Aquí terminan o comienzan pasillos en distintas direcciones. Fabián sacó una brújula. No funcionaba. La sacudió. La aguja no se agitó y se lo mostró a los reporteros con una sonrisa de lado a lado.

—Aquí abajo hay radiaciones que hacen imposible la orientación con brújula. No entiendo nada de radiaciones, claro, solo observo sus efectos —se rió—. Aquí tendrían que investigar los físicos…

En el umbral de un pasadizo lateral había un esqueleto con aspecto de haber sido rociado con oro en polvo mediante un pulverizador. A la luz de los reflectores, relucían los huesos como si fueran de oro puro. Fabián hacía una seña con la mano a los reporteros, indicándoles que apagaran las luces y le siguieran con sumo cuidado. Reinaba el silencio. Sólo se oían sus pasos, su respiración y el revoloteo de los guácharos, al cual se habituaron pronto. La oscuridad les resultaba más negra que la noche.

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« ¡Enciendan las luces!», exclamó de pronto Fabián. Los reporteros se pasmaron y fascinaron en medio de una sala gigantesca. Aquella, a la cual conducía el séptimo pasillo, era de una magnitud tal que les cortaba el aliento. Era de pasmosa hermosura y refinadas proporciones. Aquella era la sala más grande de todas, con las medidas que antes había mencionado Fabián.

En el centro de la sala se observaba una tumefacción con el aspecto de una mano, desde arriba se miraba como una mano alzada que intentaba acariciar el viento. Fabián estalló en una espontánea carcajada cuyo eco resonó por unos cuantos segundos. Los reporteros le enfocaron con sus linternas:

— ¿Qué pasa? —Preguntaron al unísono.

— ¡Me gustaría ver a un arqueólogo explicando aquí mismo que este trabajo ha sido hecho con piedras de moler!

Al tacto, los dedos de la mano que se alza a medianía sobre la superficie parecían como de material plástico de temperatura autorregulada, de un color negro tal que en los ojos podía diferenciarse del tono de penumbra al apagarse las luces artificiales. Entre los dedos se vislumbraban líneas de cuarzo.

Frente a la mano, se encontraba una especie de biblioteca de láminas pétreas. En parte son placas y en parte láminas de milímetros de espesor. La mayoría de 96x48 centímetros. Todas ellas estaban dispuestas unas al lado de otras como formando libros gigantescos. Sobre cada lámina había grabada una escritura, todas estaban selladas, la impresión era regular, como hecha por una máquina.

—No he logrado hasta ahora contar las hojas… —comentó Fabián—. Debe tratarse de algunos miles.

—Sin duda es un lenguaje desconocido —dijo Miguel—. De hacerse los estudios correspondientes, podría ser descifrado con relativa rapidez.

— ¡Solo falta que el mundo se dé desde ahora por enterado de este descubrimiento extraordinario! —Exclamó Felipe—. ¡Tendremos un ascenso luego de publicar esta noticia, Miguel!

En la sala no había pinturas ni relieves como se encuentran en las cuevas prehistóricas en todas partes del mundo. En cambio, había esculturas de piedra. Fabián les mostró a los reporteros un amuleto de piedra de unos 12 centímetros de altura por 6 de ancho. En el amuleto se encontraba grabada una figura de un árbol dividido a la mitad por un cuerpo hexagonal y de cabeza redonda como una bola, parecía dibujado por la mano de un niño.

Sobre una plancha de piedra de 29x53 centímetros, estaban grabadas las figuras de unos hombres. Fabián indicó a los reporteros que se trataba de una tribu. Entre los dibujos se encontraba lo que parecía un tigre, lo que parecía un águila, una azagaya, una especie de asterisco, una clase de cruz y un intento de fuego.

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Se escuchó un estruendo, Miguel se asustó y se le cayó la cámara. Felipe se burló de él. Fabián les hizo una seña sobre que controlaran un poco el ruido que causaban. Felipe le reclamó que se había reído hace poco.

—Esta cámara se descargó… —indicó Miguel al recoger el artefacto del suelo, intentándolo encender.

— ¿Tan rápido? —preguntó Felipe.

La cámara empezó a titilar, se encendía y apagaba a voluntad, descontrolada. Fabián preguntó si había sido el golpe, pero Miguel le respondió que no era la primera vez que se cae, que nunca se había puesto así.

— ¿Al menos tienes la grabadora, no?

—Sí, Felipe. De todos modos ya tenía un par de fotos tomadas, están en la memoria…

— ¡Porque puede que se haya hecho el mayor hallazgo arqueológico de la historia y necesitamos la mayor evidencia posible!

Ocurrió un temblor. Un enorme muro se abrió frente a los reporteros y el espeleólogo para exhibir una imagen del espacio profundo. Los viajeros sabían que aquello era demasiado complejo para haber sido diseñado en las épocas cavernarias. Otro temblor y todos cayeron al suelo, llenándose las manos de excremento de guácharo.

Al mirar a su alrededor, en medio de un pequeño temblor que no cesaba, los tres hombres se percataron que la mano en el suelo, de alguna forma, se movía. Se escuchó un gruñido. A continuación, destellos y chispazos precedieron a cada uno de los movimientos de los dedos, descargas eléctricas alcanzaron a los hombres, que empezaron a gritar y a correr despavoridos.

El suelo se abría y los gruñidos aumentaban su volumen, las líneas de cuarzo de las paredes y el suelo empezaban a brillar fluorescentes, ya no era necesaria la luz artificial. Se escuchó entonces una voz cuyo eco resonó como un trueno, tan alto que hizo sangrar los oídos de cada uno de aquellos hombres.

— ¡ES HORA DE LA PURGA!

Fabián, Miguel y Felipe gritaron desesperados ante lo que les sucedía. La adrenalina inundaba sus cuerpos, sus estómagos les ardían y sudaban frío en sus sienes. Sus corazones palpitaban desbocados.

Ese día fueron alimento para el monstruo.

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