¿QUÉ ES VIVIR EN VENEZUELA?

Esto nadie lo pregunta, quizás porque todos creen saber la respuesta. Como aquellos que se apoderan de la verdad bajo el precepto de que la verdad está en todas partes. Pero se oye, se oye a pesar de los rumores del abuelo en el puesto de café esperando que alguien decida comprar cualquiera de sus prendas de antaño, cuando aún vestía de buenos trapos. Se oye al raz de los vehículos sobre lo que queda de asfalto, sobre el terrero y las pedradas en su contra. Lo puedo oir al hacer silencio. Aún cuando todos están en silencio, lo puedo oir.
Qué hay más allá del juego mezquino y tramposo del animal acechando a su presa. Qué hay más allá de las risas cínicas y el crepitar escondidos de los huesos debajo de el calor abrasante.
Pero hay y lo puedo oír. Cuando las gentes pululan adormecidas por la ilusión de no despertar nunca, quizás por la necesidad que encarece al abrir los ojos. Y andan como el insecto que persigue la luz de la lámpara, a sabiendas de que todo el que se fue antes, no regresó.
La madre se arrima cansada con su niño, sin decir nada porque no cree merecer más destino, porque el instinto le indica que su vida ahora vale menos que la que lleva en brazos.
Esto nadie lo pregunta, quizás porque todos creen saber la respuesta. Es el país donde es más fácil que condenen a alguien por querer ser honesto, antes que retener a un criminal. Cada día se es humillado por un sistema putrefacto y miserable, donde algunos pocos se revuelcan sin saber que son menos que el cerdo que se alimenta de sus desgracias.
Los amaneceres no se perciben, el ocaso nadie lo espera, porque no hay tiempo para ello. Al soñador solo le basta soñar porque siente en su carne el calor que quema, que no le deja cicatrizar la pobreza, porque de nada le valdría haber soñado sueños inalcanzables si muere antes de intentar alcanzarlos.
Las botellas ya no se rompen los domingos, mientras los acomodados conocen el sabor de la impotencia, que tan amargo y tan espeso ya recorrió todas las gargantas de los condenados.
Ese mismo condenado que se esfuerza por parecer libre cuando la libertad se la ha quitado desde mucho antes y ya ni siquiera puede ser independiente. Ese mismo que ahora está atado mientras otros desdichados por demás, olvidan la gloria de Dios para hacer dinero.
El miedo existe solo a veces, porque la vida hace mucho dejó de valer lo suficiente y morir entonces, solo a veces, no importa. Ahora el instinto parasitario, la naturaleza animal de humanos sin humanidad, es el timón de conducta.
El talento no es nada cuando la esencia es pura y el mérito se obtiene con el ruído inclemente del dedo indeciso que señala.
Hacinamiento obligado y conformismo inducido ante la miseria autoritaria y los desechos comestibles. Ya nada sorprende, pero aun así, los rostros se empapan a escondidas, cuando no ven los pequeños.
Esto tampoco nadie lo pregunta.
Es donde la miseria se oculta de a momento, hasta que entras a un hospital. Porque vale más cuando estás fuera, porque duele menos y es más fácil simular.
Es una isla de hielo, donde el calor derrite todo alrededor mientras se está en medio, pero el frío hace rato que paralizó los sentimientos, y ahora solo importa no morir primero.
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