El muchacho, el lobo y el hombre (Segunda Parte)
4
Esa mañana había amanecido como cualquier otra mañana en la feliz y brumosa Asturias: con el rocío celosamente abrazado a la hierba y también a esas diferentes familias de musgos y líquenes que crecían sobre las piedras de los cercados y que aparecían frescas e hinchadas como esponjas; los cielos encapirotados y grises, orbayados, que presagiaban la llegada inminente de ese mitológico señor de las tormentas de la mitología asturiana, conocido como el Nubero. Hacía rato que el ganado se había llevado a pastar y mientras los hombres laboraban en los campos, unos trasegando entre los maizales, proveyéndose de espléndidas, doradas mazorcas de maíz cuyo grano no tardaría en ser convertido en harina en el rudimentario molino situado a la vera del río Negro; otros recogiendo patatas y el resto segando hierba y cargando ganzo en los carros para el ganado, las mujeres se afanaban escrupulosamente en sus quehaceres, sin prestar atención al muchacho, que apenas recién levantado se había tomado sin rechistar su tazón de leche recién ordeñada –eso sí, apartando primero los cuajarones de nata y alguna que otra mosca molesta, que reclamaba persistentemente su figurado derecho a participar del desayuno ajeno-, y sin decir nada, había salido al camino, enfilando con paso aburrido hacia el alto de las Cruces, no sin antes comprobar, frustrado, que la Fernanda había cerrado con llave la puerta de su casa, cortándole por las buenas el camino hacia la alacena de la cocina, donde el muchacho, convertido en ratero a fuerza de goloso, solía escamotearla algunas onzas de chocolate. Tal vez fuera porque en la imaginación del muchacho cualquier cosa en Asturias le sabía a gloria o porque en el fondo el dibujo de la etiqueta le recordaba ese Madrid que abandonaba con gusto todos los veranos para vivir la aventura del Norte, la cuestión era que aquél chocolate tenía un sabor y un olor, decididamente superiores. Se llamaba La Cibeles, y aunque en aquellos tiempos al muchacho sólo le recordaba una hermosa fuente que separaba el Madrid pudiente del Madrid arrabalero en el que vivía, al hombre aquél recuerdo le estremeció, pues supo que estaba ante uno de esos arquetipos inmemoriales que habrían de formar parte de sus búsquedas trascendentes del futuro. La imagen, desde luego, era idéntica a la de la fuente madrileña: una recreación artística de la famosa escultura de Fidias, donde la Diosa, portadora de la llave del Inframundo –el Cristianismo, recordó el hombre, invirtió los papeles con San Pedro, dotándole con tal derecho y honor en el plano contrario o celestial del Supramundo-, permanecía inmutable en su espléndido carro tirado por dos soberbios leones, con la mirada peregrina en ese kilómetro cero de la Puerta del Sol -¿acaso un recuerdo celtíbero, como aquélla otra que tuvo idéntico nombre, en la ciudad troglodita de Tiermes o Termancia?-, que tal vez para ella supusiera el Finis Terrae donde recibía al sol cada atardecer en su reino del Ocaso.
5
Llegar al alto de las Cruces, no le llevó más tiempo que de costumbre. Quizás porque en su fuero interno iba rumiando el fracaso del chocolate de la Fernanda o tal vez enfadado porque Orlando no le había esperado para llevar las vacas a pastar y tener así la posibilidad de coincidir con Conchita Parlero, la ‘guaja’ más guapa de la aldea. Claro, que aunque hubieran coincidido –el muchacho se ruborizó, sonriendo el hombre con compasión, pensando en las vueltas que da la vida y lo inquieto que es Eros hasta que decide cuándo y con quién asentarse-, tampoco habría supuesto nada trascendental, porque la vaqueirina Conchita tenía la misma frialdad que esas mouras de las que le hablaba Orlando, que custodiaban celosamente las ayalgas o tesoros de épocas remotas en lo más profundo de las cavernas, auxiliadas por los feroces cuélebres que espantaban cualquier intento de acercamiento a sus dominios por parte de un ser humano. El cuélebre de Conchita Parlero, era un enorme pastor alemán, al que el muchacho tampoco parecía caerle nada bien y nunca perdía ocasión de hacérselo saber, mostrándole una dentadura, cuyos incisivos ya los hubiera querido para sí el Drácula de Bram Stocker. Y fuera por cobardía –recordó nostálgico el hombre-, o por no deshonrar a la familia desafiando la espada de Damocles del qué dirán, lo único cierto es que al muchacho todos los veranos, cuando abandonaba la aldea, le quedaba el resquemor –orgullo herido, meu neno, decía siempre la abuela Alejandra, sentada a la puerta de la cocina, sin dejar que uno sólo de los guisantes que pacientemente desenvainaba cayera de su mandil-, de no haber conseguido nunca arrancarle el tesoro de sus besos a Conchita Parlero. Ni siquiera en cualquiera de las dos romerías más reconocidas del verano: la Gira, en la playa de Otur , estuviera o no encabritado esa fascinante vía de iniciación y misterio que es el mar Cantábrico y San Timoteo, en las proximidades del faro de Luarca, donde era tradición colgarse al cuello esas barrillas de pan bendecido con forma de T, que lejos de pertenecer a la primera inicial del nombre del santo, como decían todos en el ‘llugar’, el hombre siempre había querido ver –bien por obstinación, bien por conveniencia-, ese tipo tan especial de cruz, la Tau, que también solían mostrar los caballeros templarios en sus hábitos de monjes-guerreros.
Enlace a la Primera Parte: https://steemit.com/spanish/@juancar347/el-muchacho-el-lobo-y-el-hombre-primera-parte
So natural,nice picture
Thanks
Muy bueno , gracias por compartir , el equipo Cervantes apoyando a la comunidad.
Muchas gracias y un afectuoso saludo.
Había olvidado el chocolate La Cibeles, es verdad, qué rico estaba. Das un repaso con gran naturalidad por muchos detalles interesantes, y, como si fuera un puzzle bien hecho, todo encaja. Ah, y esa poesía de “rocío celosamente abrazado a la hierba”.
¿Tú también conociste el chocolate La Cibeles?. Estaba de muerte. En realidad, esta historia me está atrapando y a medida que me introduzco en ella, voy recordando otros detalles que siguen ahí latentes. Tengo tantos recuerdos de esos periodos estivales en la casa familiar de los abuelos, allí en Asturias, que ahora, al cabo de los años, cuando pienso en ellos, hasta puedo sentir ciertas impresiones que tenía entonces. En fin, será que me estoy sugestionando yo solito. A veces no se puede evitar que la prosa rime.
Claro, lo compraba en la tienda de Jose. La poesía no lo es por rimar, sino por la forma de expresar una emoción, y está claro que está despertando en ti la visión del niño y cómo sentía todo lo que describes, la infancia es el reino de la mirada poética. Una suerte.
Pues yo sólo lo cataba cuando iba a Asturias. Los Parlero tenían un pequeño almacén y allí nunca faltaba. Pero a mí me gustaba más mangárselo a la Fernanda. Menos mal que la pobre mujer se lo tomaba con humor. Cierto lo que dices que la infancia es el reino de la mirada poética. Esta frase me ha gustado. Sólo espero que mi subconsciente, que es muy rebelde e independiente, no te la robe algún día, como el Juancar junior mangaba el chocolate.
Te la regalo.
Gracias. Me la quedo entonces
Me ha gustado más esta parte, pero es que la naturalidad con la que fluyes me ha tenido enganchado de principio a fin. Muy bueno amigo. Tendrá tercera parte? La espero
Gracias. Sí, estoy con ella y no tardaré mucho en terminarlo. La fluidez hace que se incorporen nuevos recuerdos, nuevas anécdotas que al final, espero que no desmerezcan.