— Me cuesta mucho respirar, anda sigue Alejandra y protégete la nariz.

— No veo casi nada hermano, ¡papá!, ¡mamá! ¿dónde están? — gritaba la chica mientras buscaba llegar al exterior de la casa.

Las llamas detrás de ellos estaban por alcanzarlos, la familia Méndez sufría las consecuencias de un fenómeno inexplicable luego de la visita de un viejo amigo.

En la fatídica noche del viernes, Roberto, un hombre de unos 55 años e investigador del departamento de física aplicada de la universidad estatal, se detuvo, como de costumbre, en la casa de los Méndez para charlar un rato con Miguel, su amigo y compañero de la secundaria.

Miguel y Roberto solían reunirse el viernes de la tercera semana de cada mes para compartir de una a dos horas de tertulias. Hablaban de muchos temas y hobbies afines, en especial de ciencias y artes. Miguel, un año menor que Roberto, era ingeniero pero también dedicaba una parte de su tiempo libre a la escritura, él había publicado tres novelas en internet con relativo éxito que le reportaban algunos ingresos adicionales, estaba decidido a dejar su trabajo para dedicarse por entero a la narrativa.

Los dos hombres departían acompañado de una botella de escocés, Mary, la abnegada esposa de Miguel, entró al estudio para servirle el entremés e indicarle la hora de la cena. A las ocho en punto, los amigos se levantaron de las cómodas poltronas para ir al comedor, Alejandra y Alfredo estaban sentados mientras Mary terminaba de servir el primer plato en la mesa.

—Señora Mary que delicias nos tiene preparadas está noche.

—Señor Márquez siéntese y disfrute con nosotros, no se arrepentirá.

A pesar de los años conociéndose, aún mantenían el trato respetuoso pero cariñoso entre ellos. Era tal la fraternidad, que cada cierto tiempo, Miguel y Roberto organizaban paseos familiares para compartir un día de campo o de playa.

Ya sentados e iniciada la cena, Roberto empezó a sudar mucho, lo extraño era que hacía frío por la época del año.

—¿Qué tienes Roberto? preguntó preocupado Miguel.