El ascensor estaba repleto de personas bien vestidas, con caras inexpresivas y miradas fijas en la cristalina puerta, que segundos antes cerraba suave y progresivamente. Me sentía algo incómodo entre todos ellos, quienes como yo, cotidianamente concurrían a la mega torre de 115 pisos de concreto y vidrio templado refractario, orgullo de la ciudad.

Hacía poco que la gran compañía en domótica había contratado mis servicios para liderar el equipo de auditoría externa, encargado de certificar la IA que manejaba el moderno edificio. Y que mejor manera, que estrenar el sistema en la sede principal de la compañía que llevaba la vanguardia en la construcción de edificios inteligentes.

El CEO de Innovation Donomatic C.A. estaba muy pendiente del resultado del informe, era una exigencia del gobierno federal de cual pendía la contratación de varios proyectos multimillonarios.

La pantalla traslúcida del ascensor, mediante el reconocimiento facial, indicaba la parada en el piso para cada persona y al detenerse, una voz suave en el idioma de cada quien, le exhortaba a bajar. La temperatura y la ventilación se ajustaba automáticamente con base en la cantidad de ocupantes. Por lo general, funcionaba a su máxima capacidad en las horas de entrada y salida. El edificio disponía de varios ascensores y en contadas ocasiones estos decidían quienes les abordarían en función de maximizar la eficiencia del traslado.

Todo en aquel edificio estaba automatizado, desde el control de acceso externo e interno, la ventilación y climatización de los distintos ambientes, el sistema de comunicaciones, la iluminación artificial y hasta la regulación de la luz natural que ingresaba por los vitrales polarizados de las paredes externas del edificio.